El presente texto fue escrito en 2013 y publicado originalmente un año después en el dossier «Cochlear Poetics: Writing on Music and Sound Arts», de la revista Mono (Universidad de Porto, Portugal), editado por Miguel Carvalhais y Pedro Tudela.
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La desaparición del objeto parece ser un hecho consumado en la música comercial grabada. Dejando a un lado al ocasional nostálgico, al fetichista-fundamentalista de los formatos, a la industria menor de las réplicas retro y también a la no-industria de la denominada música experimental underground, a nadie le importan ya los tradicionales soportes físicos de audio cuando se trata de realmente escuchar música (consista eso en lo que consista en la actualidad).
No sólo los discos de laca y vinilo han desaparecido; el disco compacto —la encarnación de la «revolución digital de la música»— también ha dejado de existir. De forma puramente tecno-teológica, aunque indudablemente más allá de la simple metáfora, uno podría pensar en el CD como el mártir que primero trajo el evangelio digital y luego sacrificó su cuerpo por la salvación eterna de los archivos de audio digital que habitan hoy en el cielo de «la nube».
Después de un siglo floreciente que vio aparecer, ascender y colapsar una novedosa industria musical basada en objetos, el proceso de digitalización —según este relato habitual— finalmente ha desmaterializado la música, que ahora se mueve desencarnada a la velocidad del rayo (o eso dicen) entre servidores míticos, múltiples dispositivos personales y el tráfico digital en «la nube».
¿Pero no fue la radiodifusión la primera desmaterialización de la música?
A pesar de las diferencias obvias (en particular, la dramáticamente más reducida posibilidad de selección «a la carta» a través de la solicitud telefónica del oyente o el alcance geográfico incomparablemente más limitado), la transmisión de radio es virtualmente instantánea, tuvo lugar por todo el mundo e incluyó siempre a la música como uno de sus elementos principales, si no el primordial.
Quizás aún de manera más significativa, la música desmaterializada transmitida por la radio reemplazó de forma masiva a la música corporeizada en el disco a través de los procesos entrelazados de la popularización / accesibilidad a los receptores de radio y el colapso de la industria discográfica después de la Gran Depresión, durante los años treinta y cuarenta del siglo veinte. Fue necesaria la recuperación económica mundial de la posguerra —junto con el desarrollo del nuevo formato de larga duración, Long Play— para que la música se rematerializase de nuevo, en términos sociales. En comparación con estas fuerzas titánicas y considerando la evidencia tecno-histórica, la ya clásica división analógica-digital parece un débil argumento para explicar la desmaterialización de la música.
Pero hay más: ciento treinta y seis años de música grabada nos han hecho olvidar de alguna manera que durante la mayor parte de la historia de la humanidad la música siempre ha sido «inmaterial». Esto puede incluso plantearse al revés: la notación musical es, por supuesto, una variante de la música grabada, así materializada. Durante unos diez siglos en el caso de la música occidental (y por tiempo más prolongado en otras tradiciones, como la china o la india), las partituras han materializado música en forma de código simbólico sobre papel.
Naturalmente, cualquiera argumentaría inmediatamente —y yo estaría de acuerdo— que esto no es lo que todos entendemos hoy en día como música «grabada». Sin embargo, al igual que un CD, una partitura musical contiene código (simbólico en lugar de binario) fijado en un medio material (impreso macroscópicamente sobre papel en lugar de grabado microscópicamente sobre plástico) que puede ser decodificado (músicos vs. láser) para reproducir la música. De hecho, la mayoría de los compositores de formación clásica probablemente argumentarían que una partitura es más verdaderamente la música que cualesquiera grabaciones; las cuales, después de todo, son siempre «instanciaciones» individuales de la composición musical original, inmutable, universal e ideal corporeizada en la partitura.
Por consiguiente, en un sentido musical ¿qué es esencialmente lo que se captura en una grabación? ¿Hay algo en ella fundamentalmente diferente de la partitura? ¿O es, como muchos repiten persistentemente, una simple «documentación» de la «verdadera» cosa?
Durante los últimos ciento treinta y seis años, para la mayoría de la gente, desde el típico melómano hasta la mayoría de los historiadores de la tecnología de grabación, una grabación musical materializa una representación, una simulación de la interpretación original. Siendo esto naturalmente cierto, esta perspectiva subestima dramáticamente lo que la tecnología de grabación ha llevado a cabo y no reconoce además un hecho tecno-histórico fundamental.
Junto con lo semántico, lo simbólico, lo icónico… otra capa de la «realidad» musical se coló en las grabaciones de sonido: lo sónico, lo fenomenológico, lo concreto schaefferiano. Eso, y no la música, es lo que se materializó por primera vez en la historia. O podríamos decir, la música… tal y como es escuchada y memorizada por las máquinas.
Cuando escuchamos lo que las máquinas han escuchado y memorizado podemos experimentar una revelación: el despliegue de las capas no representacionales de la realidad sónica.
Más aún: el cuestionamiento de la «realidad» de la música en sí misma. Desde mi perspectiva, ésta es la verdadera, natural y fructífera cooperación con las máquinas de percepción, particularmente en su estado actual. No el constante menosprecio por sus «limitaciones» para replicar esa «realidad» que creemos conocer tan bien, sino por el contrario nuestra profunda apreciación de aquello en lo que estas máquinas se han convertido realmente, como colaboradoras no cognitivas en nuestra constante —perceptiva, racional, estética, espiritual…— búsqueda e interacción con la realidad; ya sea directa, referida, grabada o transmitida.
Tuvieron que transcurrir ni más ni menos que setenta años desde la invención de la primera máquina de grabación para que alguien escuchase conscientemente esta otra capa no representacional e intentase el desafío de desarrollar una fenomenología del sonido. Ésta fue, por supuesto, la búsqueda de Pierre Schaeffer con su concepto de objet sonore: esencialmente, entendiendo el proceso de grabación como generador de nuevas entidades filosófico-perceptivas.
Sin embargo, para mí es de alguna manera aún más notable el hecho de que desde el comienzo de la experiencia social del sonido grabado —y principalmente como consecuencia de la industria de la grabación musical— ha tenido lugar un proceso que yo denominaría como la concretización social inconsciente de la música. De forma no explícita y obviamente no articulada, se manifiesta esencialmente en la apreciación de la especificidad de ejemplos particulares de piezas musicales como las grabaciones consideradas como «originales» o «históricas». Esto es así hasta el punto de haber revertido la secuencia causal de «música en directo representada en la grabación», tornando la grabación de estudio en la música, a ser recreada en actuaciones en vivo.
Curiosamente, contra Walter Benjamin, la reproducción mecánica de la música materializada, que está en la raíz de esta concretización social, no produjo una «pérdida de aura», sino precisamente lo contrario: el dramático aumento y magnificación, o incluso la inmensa generación, de cantidades masivas de «aura». En primer lugar, con respecto a la música original representada (la «reproducción» benjaminiana es tan sólo una representación sustitutiva por medios fotográficos, fonográficos o cinematográficos) y en segundo lugar en relación con unidades objetuales particulares de verdadera reproducción como los masters o las copias de «ediciones originales o limitadas».
Esta particular materialización de la música a través de máquinas de percepción y memoria dio lugar, por tanto, como fundamental efecto colateral y gracias al acceso a lo concreto mediado por estas máquinas, a la «objetualización» filosófico-perceptiva de la música. Esta objetualización permanece firmemente en su lugar después de la desmaterialización de lo analógico a lo digital. Tal vez incluso más por el significativo aumento en la difusión de la música como información.
La realización de copias de música aparentemente también permanece en su lugar después de esta desmaterialización analógico-digital (de nuevo, aún más por la facilidad, accesibilidad e «inmaterialidad» de este proceso). Pero es precisamente aquí donde se ha producido un cambio fundamental: mientras que una copia analógica es en efecto una copia porque no es idéntica al original (debido a la incorporación de ruido en el proceso de duplicación), no existe, en esencia, una «copia» digital de un «original» digital (que no sea en un sentido virtual o metafórico). En su lugar, en el ámbito digital tenemos una réplica idéntica sin ruido introducido, un clon sin recombinación, una multiplicación sin referencia única.
La diferencia fundamental no es, por supuesto, la «calidad de sonido» sino el cambio cualitativo en el estatus ontológico, económico e incluso político del «original» y la «copia» en este ámbito. Cuando no hay diferencia entre estas últimas categorías, todas y cada una de las unidades inmaterialmente replicadas tienen —potencialmente, si ningún otro factor artificial es añadido— el mismo valor perceptivo y económico. Y tal vez aún más importante: estas entidades replicadas dejan de ser reflejos referenciales o representacionales de ningún original, convirtiéndose —todas y cada una de ellas, simultáneamente— en la cosa en sí.
Podemos esperar consecuencias significativas de esta novedosa situación en al menos dos ámbitos clásicos principales: la preservación y la propiedad.
La posibilidad de generar clones idénticos da lugar a un cambio de paradigma en relación con la supervivencia: la preservación tradicional de uno o unos pocos masters («originales») materializados es sustituida por una interminable (¿eterna, quizá?) multiplicación de entidades, cada una de ellas con exactamente la misma capacidad de ser un «master». Un cambio de lo que en dinámica de poblaciones se conoce como una «estrategia K» (poca descendencia bien protegida) —un original materialmente corporeizado y conservado con gran cuidado (como una cinta master original)— a una «estrategia R» (muchos descendientes sin protección) —grandes cantidades de réplicas dispersas de la misma grabación—. No hay ningún precedente en la historia para este tipo de almacenamiento y transmisión de la información codificada: no sólo libre de ruido (en su replicación), sino también libre de interpretación (en su decodificación).
En cuanto a la propiedad, cuando el «original» es digital y no representacional, cualquier oyente con una «copia» tiene exactamente lo mismo que el compositor / artista (obvia decir que esto también es así en el ámbito de las artes visuales). De nuevo en este caso, no existe un precedente histórico para tal situación de igualdad de propiedad.
La desmaterialización producida por la radiodifusión y el streaming (tanto analógica como digital; desde la radio clásica o la música «de ambiente» —piped muzak— hasta el streaming online de «la nube») puede considerarse como un grado más de desmaterialización de la propiedad y la accesibilidad. Ni siquiera tenemos la información codificada —ya sea analógica o digital—, sino que tenemos (poseemos, compramos, se nos concede) el derecho de acceso a ella como una manifestación física perceptiva decodificada (el sonido audible en el caso de la música).
Y de alguna manera, incluyendo obvias sorpresas telemáticas y de portabilidad con consecuencias de gran alcance, volvemos así a la recurrente situación de encontrar nuestras manos (y nuestras estanterías) vacías de cualquier música materializada imaginable. Es decir, de vuelta a un estado etéreo de escucha.