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Las máquinas femeninas: el futuro del noise femenino

Nacho López, “Telar mecá­ni­co en un taller”, ca. 1956 (Media­te­ca del INAH)

La máqui­na siem­pre ha desea­do a las muje­res. Las nece­si­ta por su des­tre­za, sus manos más peque­ñas, su capa­ci­dad para tra­ba­jar con rapi­dez y, al menos ini­cial­men­te, para pagar menos por ello. La pro­li­fe­ra­ción de máqui­nas de escri­bir y telé­fo­nos en las déca­das de 1870 y 1880 y la meca­ni­za­ción con­co­mi­tan­te de la infor­ma­ción per­mi­tie­ron a las muje­res com­pe­tir por pues­tos de tra­ba­jo que podían rea­li­zar fácil­men­te mejor que los hom­bres. En otras pala­bras, «un gran núme­ro de hom­bres con un nivel sala­rial muy alto y con bolí­gra­fos que aña­dían rápi­da­men­te colum­nas de cifras de cua­tro dígi­tos en su cabe­za fue­ron sus­ti­tui­dos por ofi­ci­nis­tas con sala­rios infe­rio­res, muchas de ellos muje­res, con máqui­nas» (Lisa Fine, El espí­ri­tu del ras­ca­cie­los).

Por supues­to, han sido muy esca­sos los ejem­plos en los que las muje­res se han dedi­ca­do a la cons­truc­ción (aun­que el Puen­te de Water­loo, el más lar­go de Lon­dres, que fue recons­trui­do por muje­res duran­te la Segun­da Gue­rra Mun­dial, soca­va de for­ma excep­cio­nal la idea de que el tra­ba­jo de la mujer se rea­li­za «a peque­ña esca­la»). Res­pec­to a las muje­res, tal como seña­ló Sar­tre, «la máqui­na sue­ña a tra­vés de ellas», incul­can­do el nivel jus­to de dis­trac­ción para maxi­mi­zar el ren­di­mien­to —los sue­ños eró­ti­cos de las ope­ra­do­ras de máqui­nas dan lugar a un curio­so pro­duc­to secun­da­rio de la repe­ti­ción del trabajo—.

Si las muje­res han fun­cio­na­do his­tó­ri­ca­men­te como con­duc­tos para los sue­ños de las máqui­nas, enton­ces el rui­do tam­bién tie­ne una cua­li­dad pecu­liar­men­te feme­ni­na, des­de los ser­vi­cios de meca­no­gra­fía has­ta las fábri­cas de teji­dos y las cen­tra­li­tas tele­fó­ni­cas. En cier­to sen­ti­do, siem­pre hemos sido secre­ta­men­te cons­cien­tes de la rela­ción pri­vi­le­gia­da entre las muje­res, la tec­no­lo­gía y el rui­do: la ver­tien­te más fan­tás­ti­ca­men­te ener­gé­ti­ca y mecá­ni­ca de datos, la con­ver­sa­ción, ha sido con­si­de­ra­da siem­pre, para mejor o para peor, como un coto feme­nino; en reali­dad, el dis­cur­so de la mujer es des­ca­li­fi­ca­do, con fre­cuen­cia, como rui­do —Emma­nuel Kant, en su Antro­po­lo­gía, des­tie­rra con mal humor a «las chi­cas» a la otra sala debi­do a sus char­las frí­vo­las—, mien­tras que los hom­bres deba­ten len­ta y solem­ne­men­te los asun­tos impor­tan­tes del día. Cuan­do la actriz del cine mudo Hedy Lamarr coin­ven­tó un sis­te­ma de comu­ni­ca­ción secre­to para ayu­dar a los alia­dos a derro­tar a los ale­ma­nes en la Segun­da Gue­rra Mun­dial, MGM man­tu­vo este aspec­to de su vida ocul­to, ya que era incom­pa­ti­ble con su ima­gen de estre­lla (inclu­so aun­que ya se había esfor­za­do lo sufi­cien­te para des­truir esta ilu­sión, inclu­so en los comien­zos de la ido­la­tría por las estre­llas de cine: «cual­quier chi­ca pue­de resul­tar gla­mu­ro­sa. Todo lo que tie­ne que hacer es per­ma­ne­cer de pie y pare­cer estú­pi­da»). Des­de los árbo­les de la sel­va has­ta las lava­do­ras, des­de los dic­ta­dos has­ta la crip­to­gra­fía, des­de el espio­na­je y el des­ci­fra­mien­to de códi­gos en tiem­pos de gue­rra, des­de la mani­pu­la­ción y la meca­ni­za­ción de la retro­ali­men­ta­ción de la máqui­na, la infor­ma­ción y la trans­mi­sión han nece­si­ta­do, nor­mal­men­te, a las muje­res mucho más que a los hombres.

La maqui­na­ria no pier­de su valor útil tan pron­to como deja de ser un bien patri­mo­nial… No aca­ta, de nin­gún modo, que el supues­to sub­su­mi­do bajo la rela­ción social del capi­tal es la rela­ción social final y más apro­pia­da de pro­duc­ción para la apli­ca­ción de la maquinaria. 

(Karl Marx, Grun­dris­se)

El capi­tal se femi­ni­za­ba y se femi­ni­za cada vez más, a tra­vés de las máqui­nas. El gine­ca­pi­ta­lis­mo en auge, lite­ral­men­te, no hace nada mejor y más rápi­do, a medi­da que los cir­cui­tos bal­bu­cean ince­san­te­men­te. Un millón de tra­ba­ja­do­res dedi­ca­dos a intro­du­cir datos sus­pi­ran mien­tras las pun­tas de sus dedos repi­que­tean inter­mi­na­ble­men­te; cen­tros de ser­vi­cio de atención tele­fó­ni­ca vibran­do con la perfección bien entre­na­da de los tonos agu­dos; gra­ba­cio­nes ginoi­des en las esta­cio­nes dan­do ins­truc­cio­nes a usua­rios aco­sa­dos res­pec­to a dón­de deben diri­gir­se y cuán­do. Lejos de expe­ri­men­tar una pro­fun­da aver­sión por lo anti­na­tu­ral, las muje­res arti­fi­cio­sas y pro­ce­sa­das han demos­tra­do su rápi­da capa­ci­dad para adap­tar­se a la máqui­na, inclu­so cuan­do ésta las usa y abu­sa de ellas. Toda ape­la­ción a la supues­ta natu­ra­li­dad de las muje­res o a cier­to tipo de rela­ción pri­vi­le­gia­da con la natu­ra­le­za es tan his­tó­ri­ca­men­te inexac­ta como banal: las muje­res cons­ti­tu­yen los mejo­res robots, tal como nos mos­tró Metró­po­lis.

No obs­tan­te, ¿qué suce­de si vamos más allá de esto? ¿Cuán­do se con­vier­te la comu­ni­ca­ción en una frí­vo­la chá­cha­ra menor que la pro­duc­ción de puro rui­do? Cuan­do la máqui­na, en lugar de soñar con las muje­res, es crea­da, man­te­ni­da y, en reali­dad, explo­ta­da por ellas.

Hay una esce­na en la pelí­cu­la de 1929 de Dzi­ga Ver­tov, El hom­bre de la cáma­ra, que com­bi­na el metra­je de muje­res lle­van­do a cabo dife­ren­tes acti­vi­da­des: coser, cor­tar pelí­cu­la (con Eli­za­ve­ta Svi­lo­va, la mujer de Ver­tov y edi­to­ra real de la pelí­cu­la), con­tar con un ába­co, fabri­car cajas, rea­li­zar cone­xio­nes en una cen­tra­li­ta tele­fó­ni­ca, empa­que­tar ciga­rri­llos, meca­no­gra­fiar, tocar el piano, res­pon­der al telé­fono, teclear códi­gos, lla­mar al tim­bre, pin­tar­se los labios. El metra­je de cor­tes se ace­le­ra has­ta alcan­zar una velo­ci­dad tan frenética que, en un momen­to deter­mi­na­do, lle­ga a ser impo­si­ble decir qué acti­vi­dad se está rea­li­zan­do por pla­cer y cuál por tra­ba­jo. Ésta es una visión —muy ante­rior a las compu­tado­ras per­so­na­les, los telé­fo­nos móvi­les, los ser­vi­cios de aten­ción tele­fó­ni­ca y la inven­ción de las agen­cias tem­po­ra­les— de la com­pa­ti­bi­li­dad opti­mis­ta, qui­zá inclu­so de la iden­ti­fi­ca­ción direc­ta de las muje­res con las mani­fes­ta­cio­nes ili­mi­ta­das de la tec­no­lo­gía y el artificio…

En oca­sio­nes, sien­to una cone­xión psí­qui­ca con las máquinas. 

—Jes­si­ca Rylan 

Si avan­za­mos casi un siglo, halla­mos a Jes­si­ca Rylan, una mujer que fabri­ca sus pro­pias máqui­nas y que inter­pre­ta con ellas, de modo que la super­po­si­ción entre su voz y sus crea­cio­nes pier­de todo sen­ti­do de sepa­ra­ción. Esto es, cier­ta­men­te, noi­se de algún tipo, pero de un tipo total­men­te nove­do­so. En direc­to, Rylan eje­cu­ta una com­bi­na­ción de expo­si­cio­nes per­so­na­les inquie­tan­tes (en for­ma de can­cio­nes a cape­lla inter­pre­ta­das al públi­co con una fran­que­za sin lími­tes) y una comu­nión maqui­ni­za­da con sin­te­ti­za­do­res ana­ló­gi­cos fabri­ca­dos por ellas mis­ma, retro­ali­men­tán­do­se has­ta la eter­ni­dad y fusio­nán­do­se con voces eté­reas, pro­fa­nas, que per­si­guen como los cuen­tos de hadas con­ta­dos por una tía sádi­ca. Aun­que en las noches de noi­se el públi­co emi­tía gri­tos oca­sio­na­les de «¡más rui­do, más dolor!», lo que este deseo de rui­do gra­tui­to no entien­de es cuán­to más efec­ti­va resul­ta la inter­pre­ta­ción de Rylan al reve­lar el ver­da­de­ro poder de la máquina.

Jes­si­ca Rylan es el futu­ro del noi­se, del mis­mo modo que los hom­bres son el pasa­do de las máqui­nas. Alta, del­ga­da, ves­ti­da con ele­gan­cia, con gafas… en una ofi­ci­na reple­ta de ofi­ci­nis­tas, el cora­zón de Kaf­ka comien­za a latir. Mien­tras las sire­nas de lo des­agra­da­ble con­ti­núan sedu­cien­do al ima­gi­na­rio noi­se mas­cu­lino, la seño­ri­ta Rylan y sus sin­te-máqui­nas ela­bo­ra­das en casa plan­tean una alter­na­ti­va deli­cio­sa: qué suce­de si, en lugar de la ren­di­ción abyec­ta al dolor hidráu­li­co del tecno-metal, obli­ga­mos a la máqui­na a hablar… con elo­cuen­cia. Pero no sea­mos eva­si­vos: no hay nada agra­da­ble en su rui­do —nin­gu­na con­ce­sión a lo boni­to, a la baja fide­li­dad, a lo ado­ra­ble o a lo precioso—.

Rylan ha escri­to antes sobre la idea de noi­se per­so­nal, en la que se opo­ne a la idea de que el noi­se debe ser lo más áspe­ro e impla­ca­ble posi­ble. Esto se ajus­ta total­mente a la idea de que debe­ría haber cier­to esti­lo de noi­se, que se debe­ría pres­tar una deter­mi­na­da aten­ción a las espe­ci­fi­ci­da­des del soni­do y que, de hecho, el úni­co modo de apro­xi­mar­se a la arti­fi­cia­li­dad de lo natu­ral es sobre­pa­sar y supe­rar su simu­la­ción, lo cual Rylan lle­va a cabo conec­tan­do y des­co­nec­tan­do su voz y su cuer­po en los auto­cir­cui­tos de un ero­tis­mo oní­ri­co que se teje cau­ti­va­do­ra­men­te entre una serie de incon­gruen­cias des­con­cer­tan­tes: «Aun­que es carac­te­rís­ti­co del noi­se recor­dar­nos bru­tal­men­te la vida real, el arte del noi­se no debe limi­tar­se a la repro­duc­ción imi­ta­ti­va» (Lui­gi Russolo).

Esta «repro­duc­ción imi­ta­ti­va», esta fal­ta de ima­gi­na­ción que carac­te­ri­za a gran par­te de la músi­ca noi­se, se ve refle­ja­da en la intros­pec­ción de la mayor par­te de la esce­na noi­se, como si la mejor res­pues­ta a un mun­do hos­til fue­ra ale­jar­se de él y aullar en una esqui­na. No hay inte­rés res­pec­to a la natu­ra­le­za den­tro de la esce­na noi­se, afir­ma Rylan.

«Todo este mun­do, todo lo tene­mos puer­tas aden­tro, mira­mos inter­net, vemos la TV, lee­mos libros, vemos pelí­cu­las, toma­mos dro­gas, lo que sea. Todo esto es algo muy inte­rior, no dedi­ca­mos nin­gún tiem­po al mundo».

Sé cómo mane­jar mi pro­pio equipo. 

—Jes­si­ca Rylan 

Es esta rela­ción entre lo natu­ral y lo arti­fi­cial —y la arti­fi­cia­li­dad de la natu­ra­le­za— lo que qui­zá expre­se mejor el efec­to de las per­for­man­ces de Rylan y seña­la hacia un futu­ro que será, al mis­mo tiem­po, feme­nino y maqui­ni­za­do. Hay algo pro­fun­da­men­te extra­ño, por ejem­plo, en el modo en que lo ana­ló­gi­co es pro­ce­sa­do por sus sin­te­ti­za­do­res. Reco­no­ci­da nor­mal­men­te por su cali­dez, por su auten­ti­ci­dad, su rique­za, Rylan con­vier­te este feti­chis­mo de la máqui­na vin­ta­ge en una anti­ca­li­dez, una serie de máqui­nas de esti­lo pro­pio que cor­tan y des­co­nec­tan el tiem­po res­pec­to de sí mis­mo, en el pre­sen­te. Uti­li­zan­do lo ana­ló­gi­co para reme­dar los efec­tos de lo digi­tal, Rylan ha con­se­gui­do una téc­ni­ca que pro­vo­ca la máxi­ma per­tur­ba­ción posi­ble a su públi­co y sin nece­si­dad algu­na de gritar.

Rylan ha comen­ta­do en el pasa­do su deseo de no uti­li­zar nin­gún efec­to que se inmis­cu­ya en el tiem­po (reverbs, delays) pero, en cam­bio, la máqui­na se mez­cla con ella y con­si­go mis­ma, de modo que ya no se pue­de afir­mar de dón­de pro­ce­de el soni­do. En cier­to sen­ti­do, eso ya no impor­ta. Lo que vemos y escu­cha­mos es una serie de enchu­fes, cables y con­mu­ta­do­res hábil­men­te mani­pu­la­dos y liga­dos a su crea­do­ra, que cir­cun­va­la el estan­ca­mien­to mecá­ni­co y ella mis­ma emi­te soni­dos que se retro­ali­men­tan, ale­ján­do­se de la máqui­na e incor­po­rán­do­se a ella. La rela­ción con el públi­co es deli­be­ra­da­men­te ambi­gua y está muy estruc­tu­ra­da —en lugar de la agre­sión direc­ta (aun­que iró­ni­ca) que pro­vo­ca a las mul­ti­tu­des la mayor par­te de la elec­tró­ni­ca de gran potencia—.

Sus espec­tácu­los, aun­que aho­ra son cor­tos, solían ser inclu­so más bre­ves, sie­te minu­tos más o menos, la anti­in­dul­gen­cia per­so­ni­fi­ca­da. «Lo hice todo de una vez», afir­ma res­pec­to a sus actua­cio­nes pre­vias. En gran medi­da, ésta ha sido siem­pre la ten­ta­ción del noi­se, adop­tar la velo­ci­dad y la bru­ta­li­dad de los coches, de la máqui­na, el «amor al peli­gro, el hábi­to de la ener­gía y la fal­ta de temor» del Mani­fies­to futu­ris­ta de 1909 de Mari­net­ti, estar a la altu­ra de la exi­gen­cia de Rus­so­lo de com­bi­nar una varie­dad infi­ni­ta de rui­dos uti­li­zan­do miles de máqui­nas dife­ren­tes. Sin embar­go, cada vez más, se ha des­li­za­do una cier­ta cal­ma en sus actua­cio­nes, el pen­sa­mien­to cau­te­lo­so implí­ci­to en cada aspec­to de su obra: la músi­ca, el espec­tácu­lo, la inter­pre­ta­ción, el equi­po. Nin­gu­na mez­cla cha­pu­ce­ra y abi­ga­rra­da de la auto­ab­sor­ción y de la com­ple­ji­dad genial que carac­te­ri­za a gran par­te de la esce­na noi­se.

Si la his­to­ria sub­te­rrá­nea de la rela­ción entre las muje­res, las máqui­nas y el noi­se ha emer­gi­do final­men­te a la super­fi­cie como un nue­vo «arte del rui­do» que inten­ta des­truir la opo­si­ción entre lo natu­ral y lo arti­fi­cial, intér­pre­tes como Rylan repre­sen­tan una expan­sión del terri­to­rio. Las máqui­nas ya no soña­rán a tra­vés de las muje­res, sino que serán cons­trui­das por ellas. Se uti­li­za­rán no para reme­dar el aulli­do impo­ten­te de la agre­sión en un mun­do hos­til, sino para recon­fi­gu­rar la mis­ma matriz del noi­se.