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Las excentricidades

Capi­lla Bru­der Klaus, Peter Zumthor (Foto­gra­fía de Aldo Amoretti).

Eeny, meeny, miny moe,
Catch a tiger by the toe.
If he squeals, let him go,
Eeny, meeny, miny moe.
Pig snout you’­re out

Mi vida aho­ra está reple­ta de melo­días infan­ti­les, inclui­das en los mul­ti­for­mes apa­ra­tos que repro­du­cen tona­das. Mi hija se enfren­ta a boto­nes, fara­ma­llas colo­ri­das. La pre­mi­sa es que esos arte­fac­tos le ayu­dan a «des­cu­brir el mun­do». Mi vida es una medu­sa de jin­gles pega­jo­sos, ese pode­ro­so arti­lu­gio que se que­da en tu cabeza.

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Quie­ro edu­car a mi hija con músi­ca de Anton Bruck­ner. Hago todo por incul­car­le mi enor­me gus­to por su obra, insis­to espe­cial­men­te con la Sin­fo­nía nº 8. Al ini­cio, mi hija escu­cha fur­ti­va y sor­pren­di­da el alle­gro mode­ra­to. Lue­go su aten­ción va deca­yen­do y no logra lle­gar al curio­so y enig­má­ti­co final. ¿Cómo expli­car­le mi pasión por este compositor?

Qui­sie­ra decir­le: «Bruck­ner, pobre hom­bre, el soli­ta­rio, el obse­si­vo por enu­me­rar las cosas que veía, el cam­pe­sino, el abs­te­mio, el orga­nis­ta, el mejor com­po­si­tor, el vir­gen, el toca­do por los dio­ses y mano­sea­do por los tira­nos». Sin embar­go, no me que­da más que trans­mi­tir­le mi entu­sias­mo por medio de los ade­ma­nes que hago diri­gien­do una orques­ta ima­gi­na­ria. Le intri­ga y le da risa, pero en algún momen­to su padre, un mimo ale­bres­ta­do y tris­te, ve que su aten­ción se diri­ge a los boto­nes color ver­de fos­fo­res­cen­te; sale corrien­do para apre­tar­los y empie­zan las terri­bles melo­días. Frus­tra­do, ter­mino por qui­tar a Bruck­ner y me rin­do a sus juegos.

Ima­gino a Bruck­ner sen­ta­do en una de las silli­tas del cuar­to de mi hija, vien­do su casa de poli­es­ti­reno, sus máqui­nas des­al­ma­das y su piso de fomi. Qui­sie­ra que me die­ra un con­se­jo mien­tras toma un bre­ba­je calien­te con especias.

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Ade­más del arti­lu­gio de luces, ¿qué pasa con estas melo­días? Pien­so en el poder de la memo­ri­za­ción. Entre mis acti­vi­da­des como com­po­si­tor, des­de hace quin­ce años me he dedi­ca­do a la crea­ción de músi­ca para comer­cia­les y jin­gles; he tra­ba­ja­do en melo­días cuyo come­ti­do es que sean «recor­da­bles». En muchos casos me piden que copie melo­días pre­exis­ten­tes, cam­bian­do cier­tas notas para no tener pro­ble­mas con los dere­chos de autor. Esta prác­ti­ca tie­ne el odio­so nom­bre de sound ali­ke. ¿No es aca­so kar­ma? Ter­mi­né vivien­do en este eco­sis­te­ma de melo­días tala­dran­tes, un pai­sa­je sono­ro de tona­das infan­ti­les que la comer­cia­li­za­ción nos ha encajado.

Los dere­chos de muchas de estas melo­días infan­ti­les son de domi­nio públi­co, por lo que algu­nas per­so­nas se dedi­can a cam­biar las letras has­ta el infi­ni­to. ¿No es éste el mejor ejem­plo de la com­pul­sión a la repe­ti­ción?

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Algu­nas melo­días se han vuel­to pro­duc­tos de la músi­ca infan­til. Bach, Mozart, Haydn o Brahms. Pre­va­le­cen sólo las tona­das de cier­tos pasa­jes, sim­pli­fi­can­do los temas, sin dejar a las infan­cias reco­no­cer sus desenlaces.

Se omi­ten voces, se anu­lan diná­mi­cas, se le ponen tem­pos robó­ti­cos, se modi­fi­can tona­li­da­des, se trans­for­man en frí­vo­los temas repe­ti­ti­vos con alta­vo­ces cha­ta­rra, soni­dos gro­tes­cos de un pro­to­co­lo MIDI desalmado.

¿Qué sería de los cuen­tos infan­ti­les sin su clí­max, sin su final feliz?

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Cuan­do su grand­ma le can­ta a mi hija estas mis­mas can­cio­nes, se recu­bren de un halo que me hace olvi­dar las tona­das en el MIDI de sus apa­ra­tos. La voz tie­ne esa par­ti­cu­la­ri­dad de vol­ver melo­días didác­ti­cas y mora­lis­tas en un cobi­jo nece­sa­rio. ¡Cuán dis­tin­to es escu­char­las de la voz de una abue­la! El tedio de esa estre­cha melo­día es, enton­ces, la len­gua materna.

Pero por más nue­vas que sue­nen en una voz que­ri­da, estas can­cio­nes lle­van años o siglos can­tán­do­se, y varias inclu­so han cam­bia­do sus letras debi­do a sus con­no­ta­cio­nes racis­tas. Pare­cie­ra que su poder meló­di­co es más fuer­te que su con­te­ni­do semán­ti­co. En el caso de «Eeny, meeny, miny, moe», por ejem­plo, la pala­bra nig­ger se cam­bió por tiger. Algo simi­lar a lo que pasó con «Ten Little Indians».

La cons­truc­ción meló­di­ca, sin embar­go, que­da a sal­vo de con­no­ta­cio­nes racis­tas, y a los niños les lle­ga una ver­sión alte­ra­da, men­gua­da, en la que es posi­ble cam­biar dos o tres pala­bras y con ello las ofen­sas que­dan perdonadas.

Una niña ¿tie­ne ya una opi­nión sesu­da sobre la escla­vi­tud?, ¿o sobre cómo la negri­ta cucu­rum­bé se quie­re blan­quear en el mar?

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Hay una per­sis­ten­cia de las can­cio­nes que vier­ten una ense­ñan­za, ya sean los núme­ros, los colo­res, las fru­tas, las tablas de mul­ti­pli­car. En mi caso nun­ca fue­ron efi­cien­tes, al con­tra­rio, sur­gió en mí una con­fu­sión enor­me. ¿Cómo es que las tablas de mul­ti­pli­car tie­nen tan deni­gran­te melo­día? ¿Por qué es el abe­ce­da­rio o un refri­to de Mozart? ¿Está la melo­día al ser­vi­cio de la peda­go­gía? ¿No sería mucho más enri­que­ce­dor que los niños apren­die­ran a escu­char, por voces, los clá­xo­nes, los burros, los mir­los del parque?

En algu­nas comu­ni­da­des de Sichuan, por ejem­plo, las can­cio­nes infan­ti­les sir­ven para imi­tar los can­tos de las aves, su ense­ñan­za se basa en la escu­cha, imi­ta­ción, fallo e improvisación.

Cuen­ta una his­to­ria que cuan­do Bruck­ner cono­ció a Lizt en una biblio­te­ca, la reu­nión se alar­gó por más de cin­co horas, pues el joven Antón tuvo que con­tar todos los libros que había a su alre­de­dor. Esto le cau­só mucha sor­pre­sa a Lizt, que ter­mi­nó dejan­do solo a Bruck­ner para que pudie­ra cum­plir su cometido.

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Las melo­días que sue­nan todo el tiem­po tie­nen un des­en­la­ce: pue­do reco­no­cer «Mar­ti­ni­llo», «ABCD», «La vaca eres tú» y un minue­to de Bach for­man­do una sim­bio­sis cla­ra­men­te intere­san­te. La comu­nión de todas estas melo­días es un palimpsesto.

Cuan­do era estu­dian­te, me hacían dic­ta­dos a varias voces para escri­bir­los en la par­ti­tu­ra. Con estas melo­días sonan­do al mis­mo tiem­po saco mi hoja pau­ta­da e inten­to escri­bir­las en la par­ti­tu­ra, la semióti­ca del caos. Un con­tra­pun­to de lo más intere­san­te. Esos tedio­sos ejer­ci­cios que nos hacen rea­li­zar a los estu­dian­tes de músi­ca por fin tuvie­ron un momen­to joco­so. Me hace sen­tir­me pro­fun­da­men­te vul­gar ima­gi­nar a Bar­tok, a Kodaly, Scar­lat­ti, trans­cri­bien­do melo­días populares.

Estoy en un momen­to en que las can­cio­nes infan­ti­les me pare­cen dudo­sas. No creo que haya nin­gu­na can­ción de cuna. Los bal­bu­ceos de una madre dur­mien­do a una hija per­te­ne­cen a otro espa­cio. Las can­cio­nes, esas bur­das con­se­cuen­cias, me hacen cada vez más estar a la defen­si­va. No hay nada más bochor­no­so que inten­tar defen­der can­cio­nes de cuna siniestras.

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Los padres de los jin­gles son, por supues­to, los Beatles: esas melo­días que incu­rren en la tona­da memo­ra­ble, en una bar­ba­rie del incons­cien­te. Su sen­ci­llez pega­jo­sa es nota­ble. Can­cio­nes que son una can­ción es una can­ción es una can­ción, ¿no impli­ca aca­so una tona­da que al des­per­tar resue­ne en tu cabe­za? Him­nos de una gene­ra­ción alie­na­da, nece­si­ta­da de him­nos pro­pios, que se iden­ti­fi­quen, dis­pues­ta a ceder a la faci­li­dad de lo memo­ra­ble, de lo sim­plón, de las armo­nías bási­cas, de can­cion­ci­tas para can­tar en los fes­ti­va­les y rum­bo al tra­ba­jo. Me cues­ta tra­ba­jo no ver estas can­cio­nes como un pro­duc­to de mer­ca­do, espe­cial­men­te hechas para agra­dar, para reme­mo­rar, con miles de grou­pies, vién­do­los como dioses.

No muy dis­tin­to era en la épo­ca de los cas­tra­dos. Un cas­tra­ti era una cele­bri­dad. Sur­gían pasio­nes des­me­di­das por estos seres eunu­cos con voces celes­tia­les. Es total­men­te cla­ra la línea de estos can­tan­tes con el furor que exis­te por can­tan­tes como Jus­tin Bie­ber, Michael Jack­son, etcé­te­ra. Real­men­te debe­ría­mos ser grou­pies de los pro­duc­to­res, los mas­te­ri­za­do­res, los que están detrás de este confeccionamiento.

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Vol­vien­do a Bruck­ner, inten­té jugar la mis­ma mone­da que mi hija Aure­lia: use tres boci­nas y puse tres dis­tin­tos movi­mien­tos de la octa­va sin­fo­nía al mis­mo tiem­po. Esto le pare­ció mucho más intere­san­te. Diri­gí mis tres orques­tas ima­gi­na­rias con un furor des­me­di­do, qui­zá vio­len­to. Cuan­do me di cuen­ta, mi hija había sali­do del cuar­to des­de hacía tiem­po, pues la encon­tré comien­do miga­jas deba­jo de la mesa del comedor.

Tener una hija es poner­le pau­sa a mis excen­tri­ci­da­des para entrar de lleno en las suyas.