Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Las diferentes temporalidades

Para Isabel y su otra temporalidad

Algu­nos cono­ci­dos me habían con­ta­do sobre el momen­to en el que se escu­cha, por pri­me­ra vez, el lati­do de un embrión. Las anéc­do­tas eran emo­ti­vas. «Déja­te lle­var», me decían, «es el momen­to en que te das cuen­ta…». Los comen­ta­rios me tenían cau­te­lo­so y a la vez me hacían sen­tir atraí­do. Pen­sé que se tra­ta­ba, en gran medi­da, de la dicha de saber que la vida de un embrión retum­ba; me ima­gi­na­ba un soni­do que rela­cio­na­mos con el movi­mien­to, el aje­treo de una vál­vu­la del tama­ño de una zar­za­mo­ra: el ini­cio de las oscilaciones.

¿Qué pasa con el soni­do más allá de saber que el ser que está vibran­do se man­tie­ne en puja? ¿Por qué ese lati­do gene­ra tal con­mo­ción? Nos acer­ca­mos al soni­do del cora­zón, este soni­do tie­ne esa par­ti­cu­la­ri­dad de apro­xi­ma­ción: pega­mos la ore­ja al pecho de alguien para des­cu­brir ese lati­do úni­co, hay una inter­ac­ción entre el tórax y la ore­ja. Ese soni­do es cons­tan­te, sabe­mos que está ahí, pero está oculto.

¿Cómo es posi­ble que el este­tos­co­pio siga sien­do la herra­mien­ta más efec­ti­va para acer­car­nos al cora­zón? A veces pien­so que se tra­ta de un acce­so­rio deco­ra­ti­vo, un ins­tru­men­to que insul­ta a la tec­no­lo­gía del siglo XXI, algo así como las batu­tas de los direc­to­res de orques­ta, un colla­rín curio­so con una con­cha en su pun­ta. Esa suer­te de micros­co­pio nos da ele­men­tos para estu­diar las fre­cuen­cias, las tex­tu­ras que deta­llan la pre­sen­cia de muco­sa, aire, san­gre, ron­cus, cre­pi­ta­cio­nes, sibilancias.

Exis­te una narra­ción sobre unos niños que, en el siglo XIX, juga­ban a escu­char­se a tra­vés de los tron­cos de los árbo­les: una bella pri­mi­cia de la cla­ve Mor­se, un jue­go en el que pue­des reco­rrer lo sóli­do acer­can­do la ore­ja. El suce­so fue obser­va­do por el médi­co fran­cés René Laën­nec en oto­ño de 1816 y, gra­cias a eso, se le ocu­rrió fabri­car arte­sa­nal­men­te un tubo cilín­dri­co, pri­me­ro de papel y más ade­lan­te de made­ra, para ampli­fi­car y escu­char con más niti­dez el soni­do gene­ra­do por el cora­zón y los pul­mo­nes. Al prin­ci­pio, el inven­to fue toma­do con poca serie­dad, como si fue­ra un arte­fac­to joco­so. Pode­mos ima­gi­nar que al ini­cio no eran más que pro­to­ti­pos curio­sos y mal­tre­chos que más ade­lan­te se per­fec­cio­na­ron has­ta que la clí­ni­ca los adop­tó como uno de sus arte­fac­tos centrales.

El poder de acer­car­nos a un cuer­po nos da opor­tu­ni­dad de per­cu­tir sobre el mis­mo y obte­ner infor­ma­ción ocul­ta. La clí­ni­ca se vio obli­ga­da a estu­diar el soni­do ampli­fi­ca­do: las per­cu­sio­nes sobre los intes­ti­nos y las téc­ni­cas de redo­ble se vol­vie­ron par­te de la medi­ci­na, los médi­cos usa­ron la piel per­cu­ti­da para obser­var el inte­rior del ser humano.

Siguien­do con el lati­do del embrión… A las sie­te sema­nas lle­gó el momen­to espe­ra­do. En estos casos no se uti­li­za un este­tos­co­pio, sino un sis­te­ma de ultra­so­ni­do con ampli­fi­ca­do­res de onda. El soni­do que yo me espe­ra­ba lle­gó des­de unas boci­nas invi­si­bles que inten­té loca­li­zar has­ta que la ima­gen apa­re­ció y pude obser­var una for­ma de onda muy com­pac­ta. Mis deduc­cio­nes cedie­ron al lati­do. El soni­do era más rápi­do de lo que espe­ra­ba, sobre todo pen­san­do que el embrión tenía el tama­ño de una zar­za­mo­ra. Me recor­dó a un papel arroz que se des­va­ne­ce cuan­do es lamido.

Fue muy gra­to saber que nues­tro embrión esta­ba salu­da­ble, pero el soni­do mis­mo no me gene­ró mayor inte­rés. Le comen­té a la doc­to­ra que escu­cha­ba cier­tas arrit­mias y ella se bur­ló de mí, tomó mi comen­ta­rio como una bro­ma. Llo­ré, des­de lue­go, aun­que qui­zá lo hice más por seguir el pro­to­co­lo. Isa­bel sí llo­ró con espe­cial emo­ción: cla­ro, ella lo lle­va den­tro, una peque­ña loco­mo­to­ra en su vientre.

Des­pués de unos días, no deja­ba de pen­sar en lo siguien­te: en una mis­ma per­so­na pue­den coexis­tir dife­ren­tes lati­dos, dife­ren­tes tem­po­ra­li­da­des. Me vino a la men­te el batá, ese ins­tru­men­to cubano per­cu­ti­vo que tie­ne dos par­ches en sus extre­mos. Se usa en la músi­ca san­te­ra para mar­car con­tra­par­tes tem­po­ra­les, crean­do poli­rrit­mia. Aho­ra Isa­bel es un batá: un tam­bor de dos conos con par­ches de dis­tin­tos tama­ños. Los aros se unen entre sí y se ten­san por correas o tiran­tes de cue­ro o cáña­mo que dibu­jan for­mas de N sobre el cuer­po de made­ra (del ins­tru­men­to, de Isa­bel). La fun­ción musi­cal más impor­tan­te de los tam­bo­res batá la tie­ne el iyá. El itó­te­le y el okón­ko­lo son trans­mi­so­res de rit­mos repe­ti­ti­vos, mucho más sim­ples, con los que se crea la orga­ni­za­ción o «col­chón» poli­rrít­mi­co nece­sa­rio sobre el cual impro­vi­sa el iyá.

¿Quien es el iyá en este caso? ¿El col­chón es el embrión?

Pien­so en ese col­chón y en su poli­rrit­mia cor­po­ral, esa sofis­ti­ca­ción que ger­mi­na en un mis­mo cuer­po. Es una for­ma de dar cuen­ta de que todo tie­ne su pro­pia tem­po­ra­li­dad, vaya obvie­dad. A veces, empe­ña­do en escu­char un úni­co tiem­po, me cues­ta tra­ba­jo pen­sar que las cosas laten a su pro­pio rit­mo. Vivi­mos en una mara­ña de simul­ta­nei­da­des. Es una locu­ra pen­sar así la vida aural: una excur­sión fabu­lo­sa para abrir los oídos a las dis­tin­tas tem­po­ra­li­da­des. Bache­lard dice que «el tiem­po es una reali­dad afian­za­da al ins­tan­te y sus­pen­di­da entre dos nadas». Más ade­lan­te dice que «el rit­mo fran­quea el silen­cio, así como el ser fran­quea el vacío tem­po­ral que sepa­ra los instantes».

La escu­cha de un embrión, las even­tua­li­da­des sen­ti­men­ta­les, las capas de car­ne que nos sepa­ran de este ser reso­nan­te: dos tiem­pos sonan­do en el mis­mo cuer­po, dos rit­mos, ince­san­tes. Pen­se­mos en el redo­ble de dos tam­bo­res den­tro de un mis­mo cam­po. ¿Nun­ca nos aca­ba de desa­fiar la idea del tiem­po? Esa idea de que el rit­mo simul­tá­neo, más allá de ser poli­rrit­mia, se ter­mi­na por vol­ver un tono.