«Los niños fueron aquellos que se acercaron suavemente para levantar la axila del Sol, mientras la axila del Sol dormía».
W.H.I. Bleek y Lucy C. Lloyd.
La llamada telefónica es un evento estresante, provoca una sensación de duda. Desata una tensión que no se relaja hasta que se decide contestar o no contestar, es un sonido que nos pone alerta y seduce: una posible constante que esperamos. La prisa, el miedo, la fatiga por la que pasamos al contestar nos colocan en un sitio vulnerable. El otro, el número desconocido, el sonido que preludia una conversación nos toma por sorpresa, nos espanta por su origen fatuo.
Al responder el teléfono, sea cual sea el interlocutor, se espera un comunicado, una demanda que tiene una intención especialmente dirigida: el teléfono se marca con un fin específico, se llama para hacerse saber, para dirigir la voz.
El artista español Isidoro Valcárcel en sus Conversaciones telefónicas (de 1973) llama al azar a una persona y le pide que anote su número de teléfono. Quien contesta anota estas cifras puntuales. El que llama, Valcárcel, el desconocido, hace un pedido sobre sí mismo: que anoten un dato numérico.
Este número de teléfono ya lo tiene alguien.
Esta acción es un momento en el que se demanda apuntar una localización, una intimidad, una posibilidad de marcación, de prórroga, una probabilidad de que suene ese aparato. Esa suerte de reconocimiento, de tacto del otro, de otorgar un semblante íntimo en el que se dispone, es el sonido como una forma de evocación.
Los kilómetros que alcanzan a separar al que llama, el verter un sonido en un micrófono que conduce a un momento preciso, a otro lado de un altavoz: es un goce plausible, tántrico. Por ejemplo, las bromas telefónicas que hacen los niños para hacer uso del anonimato y burlarse, ese arrojo azaroso que lleva a la diversión es el chiste al desconocido absoluto. Y el otro, ventura una prórroga, una comunicación factible, endosada en la fortuna; encontrar un receptor, alguien que decide tomar ese incierto. Se juega con la confianza, con el rebato, con esa inquietud que espera una complicidad. Porque al contestar se asume la angustia.
El sonido que llega a un escucha se vuelve un oído martirizado: ese no ver al otro, tentarse con un alejado, con una voz modificada, ese acotamiento del micrófono-bocina, ese raro sentir transcurriendo por electricidad, esa modificación de la voz.
Cuando se habla al teléfono se engola la voz. Pareciera que esa bienvenida cortés hiciera algo en nuestras voces, existe un arabesco genérico de la llamada: un contestar de cierta manera, un signo de presentación y bienvenida que genera un ritmo de diálogo que nos sugiere al teatro. Una intención de personalidad, una salutación sabida o no sabida, un ímpetu del ademán, de ese primer acercamiento al diálogo, una especie de rúbrica que pone el tono de la llamada.
El desconocido acierta a apuntar el número.
«Este arte que se esfuerza por estetizar percepciones tan musicales de la naturaleza, se prohíbe el capricho y el arabesco inexpresivo de la música», dice Guillame Apollinaire y es justo como pretendo hacer notar esta llamada: «este arte puede producir una fuerza de la que no se tiene idea».
Una forma de conducir el sonido y la idea de una manera absorta, que no haga reverencia a la gran forma, sea cual sea, esta llamada nos reconcilia con un más allá, un tramitar el sonido y la comunicación.
La exhibición nos llega de una pestaña ajena en la que se escucha este evento. Nos hace preguntarnos y decidir si se puede obedecer o no el juego de una solicitud: «Soy Valcárcel Medina y quería a usted decirle mi número de teléfono».