El 24 de marzo de 1935, bajo el pseudónimo de Detlef Holz, Walter Benjamin publicó un testimonio de su primera incursión en la radio. En el texto narra que recibió una invitación para leer una conferencia acerca de libros, la cual debía durar veinte minutos. Junto con la encomienda, le dieron sólo dos indicaciones. La primera consistía en medir escrupulosamente el tiempo acordado para no causar retrasos en la programación general; la segunda es que no debía dirigirse a una asamblea abstracta, sino hablar como si se comunicara con interlocutores específicos.
Con el propósito de cerciorarse de todos los detalles, Benjamin prepara el texto con suficiente anticipación y lo lee en voz alta en su casa varias veces. Realiza las modificaciones debidas para ajustarse a su límite y, tras varios ensayos, cuando llega el momento de acudir a la estación, está convencido de que sus materiales no presentan problema alguno.
No obstante, en el transcurso de la transmisión nada de lo anterior se cumple. Mientras lee, empieza a ver el reloj de soslayo y constata que ha perdido el control del tiempo. Especula si ha cometido un error al realizar pruebas o si el ritmo de su lectura no ha sido el adecuado. ¿Acaso vio mal las manecillas?, ¿confundió los minutos con los segundos? Angustiado, sacrifica páginas para ganar algunos minutos y poder concluir; pronto se da cuenta de que éste es otro error: terminará antes de lo debido. Al llegar al final del texto, se queda pasmado y guarda silencio, en espera de otra voz que lo rescate, pero ésta nunca llega. Esos minutos finales de silencio adquieren un protagonismo mucho mayor que el de sus palabras.
***
Hablar frente a un micrófono guarda más semejanzas con una escenificación teatral que con un diálogo verdadero. Es un acto anómalo que consiste en entregarse a las sombras. Toda locución cancela al locutor, de ahí la irreprochable efectividad acusmática de este medio. El radio pareciera el único sitio donde resulta posible encarnar la divisa de Lezama Lima: «Poética la voz, anónimo el rostro».
***
Los materiales radiofónicos no son más que un señuelo. Ninguna idea, ninguna reflexión, ningún comentario son lo suficientemente flexibles como para abandonar las circunstancias en que se han gestado, mutar a una nueva forma y no sufrir alteraciones radicales en el camino.
Desdoblada en un entorno electrónico, la voz se pierde a sí misma y experimenta una metamorfosis que podría ser descrita bajo los mismos términos empleados para dar cuenta de la enajenación. ¿Esto explicaría porqué cuanta menos atención suscitan las transmisiones el estilo radiofónico suele ganar celeridad? ¿Aquí podría encontrarse la clave de porqué, cuanto más ruido produce la radio, pareciera escucharse menos y reducirse a un vago estruendo eclipsado por el resto de estímulos óticos?
***
Bajo sus nuevas condiciones, la voz aparece como un flujo, un cuerpo en movimiento. Para desplazarse, anula las dimensiones del espacio y nos sitúa en una nueva vivencia del mismo. Otro tanto hace con el transcurrir temporal: crea un acontecer apartado, construye una duración paralela, que dista en todo sentido de la que experimentamos de forma cotidiana.
No es casualidad que desde 1906, cuando Reginald Fessenden logró la primera transmisión radiofónica, quedó claro que se trataba de una herramienta que encarnaba una contradicción. Por un lado, permitía dar un salto hacia adelante en el tiempo, volver asequible el futuro, como lo mostró Orson Welles en 1938, con el sobrio anuncio de que el planeta había sido invadido por alienígenas (en su adaptación de La guerra de los mundos de H. G. Wells, que despertó pánico colectivo). Por otro, funcionaba como una fuente de memoria, una sedimentación del flujo temporal, un intersticio para que el pasado no se desvaneciera por completo. La radio fue, desde sus comienzos, el simulacro de un futuro teñido de nostalgia.
***
El caso de Benjamin es ejemplar en otro sentido. Cuando uno habla frente a una máquina, la máquina engulle nuestras palabras. Los enunciados ya no le pertenecen al sujeto que los ha pronunciado. Únicamente a causa de una añeja convención atribuimos su titularidad a alguien, que no es más que un rastro difuso. Las voces de la radiofonía muestran que la escucha posee siempre un carácter fantasmal. Podemos percibirlas sólo gracias a una mutación: son eventos espaciales y sonoros de la red que las hace posible, y a la cual alimentan, antes que huellas neumáticas de un cuerpo viviente.
Propagadas como ondas electromagnéticas, las palabras se despersonalizan. No resguardan su sentido. Por tal motivo no pueden ya convocar a esa otra voz, que Benjamin esperaba infructuosamente. Son una expansión de la fuente sonora, no una interpelación ante sujetos reales. Si a menudo se refugian en formas vocativas sólo es para cumplir un viejo código, sumamente artificial. Estas palabras vuelven a su dimensión más desnuda: son trozos en constante dispersión, distorsiones efímeras, elementos residuales, accidentes sonoros que no pueden funcionar más que asumiendo de raíz lo que siempre han sido: esquirlas y dislocaciones en el tiempo.