Los acomodos del ruido. O de la certeza estampada en el trauma, de aquello sabido por el agujero traumático, o de aquello moviéndose, mientras va orillando en cada oleada las incrustaciones del sujeto. Eso, lo incrustado en cada retorno tras activación simbólica proveniente del trauma, en cada reflujo del relato traumático, es el ruido de su voz. Voz y ruido. Aquella escritura o aquel remanente de la escritura donde la posición de una letra —sea analítica, literaria— retrotraiga, en el ir y venir del movimiento del ruido, su inscripción a los anaqueles individuales.
Allí, sobrevive la tara del ruido traumático, lo incurable de su ruido.
En lo verbalizado en análisis como el tiempo tartamudo de la primera infancia hay una escena donde los ruidos y sus devenires de sonidos fueron, desde el ahora, fundamentales para entender las diferencias de la lengua, el lenguaje, y las posiciones del habla. Una profesora, haciendo un comentario de pasillo sobre los niños tartamudos, dijo «esos se atragantan con las palabras».
Una orilla del borde del recuerdo visibiliza el atragantar-se como el ruido de la palabra escrita. Ésa con la que hoy se labora, labor del interior de la palabra y separada del afuera de sus ruidos. El ruido del trauma se reorienta. ¿Qué ruido infantil vuelve y resguarda esa palabra ayer tartamuda de la hoy escribiéndose?
Tras la oleada o en contra de ella, se aparata una forma del sujeto, una posición de fluctuación en el mismo eje.
Oleada y ruido
En lo incrustado, entonces, de la oleada y el ruido hay una palabra conglomerada por su comentario de pasillo, allí donde la parte de los anaqueles individuales ha fijado un ruido menos feroz, o bien, el ruido basal —ya no tara— de la palabra. O es la posición adaptada para el ruido basal de la palabra, lo que reubica la nueva pulsión de escrutar o escuchar ese ruido del trauma.
De los aparatos interiores, el motor y la maniobra es una labor dirigida con cierta palabra nueva. Son los ruidos antiguos en la palabra nueva.