La poeta Cecilé Sauvage escribió lo siguiente mientras estaba embarazada:
He aquí que llega Orión cantando en mi ser —son sus pájaros azules y sus mariposas doradas—, sufro de una música distante desconocida.
¡Y qué manera de anticipar el destino! Su hijo Olivier Messiaen nació escuchando en colores. Esto no es una metáfora. El compositor francés experimentaba una forma particular de sinestesia, una condición neurológica en la que cierta percepción sensorial viene acompañada de otra, una especie de unión o trasposición de sensaciones que en principio no están asociadas.
«Veo colores cuando escucho sonidos», le explicó Messiaen al crítico Claude Samuel en una conversación en 1988, «pero no es que vea los colores con mis ojos, más bien los veo intelectualmente, en mi cabeza». Si un sonido en particular se transporta una octava más aguda, el color que veía el compositor se hacía más claro; una octava más grave y esos mismos colores se recubrían de negro. Si el mismo complejo de sonidos se transportaba medio tono, un tono, una tercera, una cuarta, etcétera, los colores correspondientes cambiaban radicalmente en su cabeza. En el caso de los «acordes del total cromático» las cosas se complicaban poéticamente:
El primer «acorde del total cromático» ofrece una gran capa de azul violeta, con lunas rosas, amarillas pálidas y gris acerado y las cuatro notas suplementarias lo rodean con un circulo verde musgo claro. El noveno «acorde del total cromático» ofrece dos zonas rojas una al lado de la otra, una gran zona roja rubí y una zona roja carmín más pequeña. Las cuatro notas suplementarias añaden alrededor un círculo gris azulado, claro y brillante.
Messiaen consideraba este asunto del sonido-color una de las cuatro grandes dificultades que tenía que afrontar como músico, porque no tenía alumnos que lo compartieran y quizá también porque se daba cuenta de que la gente no lo entendía y, por lo tanto, no lo podía creer —o no le creía y, por lo tanto, no lo podía entender—. Pero conservaba la esperanza de poder expresar al público su sinestesia. Quería, incluso, explicárselo a algunos músicos contemporáneos, que en su opinión atribuyen demasiada importancia al fenómeno sonoro (la música, decía, no se compone exclusivamente de sonidos).
¿Cómo es una música sin sonido?
Pensarlo cuesta trabajo: el cerebro se dobla sobre sí en un nudo similar al que se forma cuando intentamos pensar en la muerte o lo infinito del universo. Pero yo le creo, porque a veces me pongo los lentes para escuchar mejor.