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Bitácora de Gotemburgo #1

Hen­drick Hon­dius, “Coreo­ma­nía en una pere­gri­na­ción a la Igle­sia de Sint-Jans-Molen­beek” (a par­tir de un dibu­jo de Pie­ter Brueghel el Viejo).

Con excep­ción de algu­nos perio­dos, he con­su­mi­do con regu­la­ri­dad LSD des­de que tenía unos quin­ce años. Sue­lo hacer­lo con tal fre­cuen­cia que des­de hace varios años opté por renun­ciar a las gotas indi­vi­dua­les en peque­ños pape­les y, en cam­bio, con­si­go gote­ros com­ple­tos, con cen­te­na­res de dosis. Por esta razón, algu­na vez uno de mis ami­gos me dijo en bro­ma que me la pasa­ba todo el tiem­po «de visi­ta en Gotem­bur­go». La fra­se me pare­ció estu­pen­da para des­cri­bir mis sesio­nes con áci­do, así que la adop­té sin miramientos.

En estos via­jes a Gotem­bur­go, nada era más fre­cuen­te que dejar­me arras­trar al labe­rin­to de la escu­cha. Pue­do decir, sin titu­bear, que mi tem­pe­ra­men­to como psi­co­nau­ta está for­ja­do bási­ca­men­te por cone­xio­nes con la dimen­sión sono­ra (¿por qué dudé al escri­bir «cone­xio­nes dio­ni­sia­cas», si ése es jus­to el adje­ti­vo que mejor con­vie­ne, pese a lo ampu­lo­so que parezca?).

En mis via­jes con áci­do, a veces sim­ple­men­te me que­do escu­chan­do algo en par­ti­cu­lar. No siem­pre es músi­ca. Pue­de tra­tar­se, por ejem­plo, de algu­na gra­ba­ción de cam­po no nece­sa­ria­men­te atrac­ti­va: el rechi­ni­do de una puer­ta, el arru­llo de una rega­de­ra, una con­ver­sa­ción cap­ta­da al vue­lo en la calle, los mons­truo­sos orga­ni­lle­ros del Cen­tro His­tó­ri­co de la Ciu­dad de México…

Una vez que los esta­dos alte­ra­dos que­dan atrás, siem­pre me lla­man la aten­ción cier­tas hue­llas recu­rren­tes en mi for­ma de escu­char: mi fas­ci­na­ción por las estruc­tu­ras repe­ti­ti­vas, mi pre­di­lec­ción por cier­tos ran­gos de her­tzios, mi pre­fe­ren­cia por soni­dos que están rela­cio­na­dos con mis espa­cios coti­dia­nos, pero que no siem­pre son reco­no­ci­bles de inmediato.

Sue­lo pasar horas ente­ras (prin­ci­pal­men­te en las madru­ga­das) escu­chan­do mis archi­vos con mucha insis­ten­cia, has­ta que lo fami­liar me empie­za a resul­tar extra­ño. Y enton­ces sien­to que ten­go dere­cho a trai­cio­nar la «legi­bi­li­dad» de esos soni­dos. A par­tir de ese momen­to dichos soni­dos fun­cio­nan como hue­llas ambi­guas (aun­que no siem­pre sepa de qué son rastros).

En cier­to momen­to me di cuen­ta de que tenía una amplia colec­ción con estos ejer­ci­cios, todos hechos bajos los efec­tos del LSD. Des­per­ta­ron mi inte­rés no tan­to por cómo sona­ban en lo indi­vi­dual, sino por el con­jun­to que for­ma­ban entre sí, y los agru­pé en una car­pe­ta lla­ma­da Bitá­co­ra de Gotem­bur­go.

Pri­me­ro tomé la deci­sión de no cam­biar nada. Qui­se que fue­ran el tes­ti­mo­nio cru­do de lo que escu­ché duran­te esos tran­ces, sin impor­tar el resul­ta­do. Más tar­de me deci­dí por otra cosa: poder tra­ba­jar con ellos, lige­ra­men­te, a con­di­ción de que la segun­da vuel­ta tam­bién fue­ra en áci­do. Y que no hubie­ra ter­ce­ras vuel­tas (más que para mas­te­ri­zar, com­pro­bar ampli­tu­des y diga­mos, cues­tio­nes rela­cio­na­das con cier­to anda­mia­je técnico).

La apues­ta que­da abier­ta. No sabría decir cuál es el valor o el inte­rés de estos ejer­ci­cios. Pero en ese tipo de incer­ti­dum­bres que nos rega­la el soni­do des­can­san el poder y la magia de toda expe­rien­cia de escucha.

Composición, mezcla y masterización: Jorge Solís Arenazas