La máquina siempre ha deseado a las mujeres. Las necesita por su destreza, sus manos más pequeñas, su capacidad para trabajar con rapidez y, al menos inicialmente, para pagar menos por ello. La proliferación de máquinas de escribir y teléfonos en las décadas de 1870 y 1880 y la mecanización concomitante de la información permitieron a las mujeres competir por puestos de trabajo que podían realizar fácilmente mejor que los hombres. En otras palabras, «un gran número de hombres con un nivel salarial muy alto y con bolígrafos que añadían rápidamente columnas de cifras de cuatro dígitos en su cabeza fueron sustituidos por oficinistas con salarios inferiores, muchas de ellos mujeres, con máquinas» (Lisa Fine, El espíritu del rascacielos).
Por supuesto, han sido muy escasos los ejemplos en los que las mujeres se han dedicado a la construcción (aunque el Puente de Waterloo, el más largo de Londres, que fue reconstruido por mujeres durante la Segunda Guerra Mundial, socava de forma excepcional la idea de que el trabajo de la mujer se realiza «a pequeña escala»). Respecto a las mujeres, tal como señaló Sartre, «la máquina sueña a través de ellas», inculcando el nivel justo de distracción para maximizar el rendimiento —los sueños eróticos de las operadoras de máquinas dan lugar a un curioso producto secundario de la repetición del trabajo—.
Si las mujeres han funcionado históricamente como conductos para los sueños de las máquinas, entonces el ruido también tiene una cualidad peculiarmente femenina, desde los servicios de mecanografía hasta las fábricas de tejidos y las centralitas telefónicas. En cierto sentido, siempre hemos sido secretamente conscientes de la relación privilegiada entre las mujeres, la tecnología y el ruido: la vertiente más fantásticamente energética y mecánica de datos, la conversación, ha sido considerada siempre, para mejor o para peor, como un coto femenino; en realidad, el discurso de la mujer es descalificado, con frecuencia, como ruido —Emmanuel Kant, en su Antropología, destierra con mal humor a «las chicas» a la otra sala debido a sus charlas frívolas—, mientras que los hombres debaten lenta y solemnemente los asuntos importantes del día. Cuando la actriz del cine mudo Hedy Lamarr coinventó un sistema de comunicación secreto para ayudar a los aliados a derrotar a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, MGM mantuvo este aspecto de su vida oculto, ya que era incompatible con su imagen de estrella (incluso aunque ya se había esforzado lo suficiente para destruir esta ilusión, incluso en los comienzos de la idolatría por las estrellas de cine: «cualquier chica puede resultar glamurosa. Todo lo que tiene que hacer es permanecer de pie y parecer estúpida»). Desde los árboles de la selva hasta las lavadoras, desde los dictados hasta la criptografía, desde el espionaje y el desciframiento de códigos en tiempos de guerra, desde la manipulación y la mecanización de la retroalimentación de la máquina, la información y la transmisión han necesitado, normalmente, a las mujeres mucho más que a los hombres.
La maquinaria no pierde su valor útil tan pronto como deja de ser un bien patrimonial… No acata, de ningún modo, que el supuesto subsumido bajo la relación social del capital es la relación social final y más apropiada de producción para la aplicación de la maquinaria.
(Karl Marx, Grundrisse)
El capital se feminizaba y se feminiza cada vez más, a través de las máquinas. El ginecapitalismo en auge, literalmente, no hace nada mejor y más rápido, a medida que los circuitos balbucean incesantemente. Un millón de trabajadores dedicados a introducir datos suspiran mientras las puntas de sus dedos repiquetean interminablemente; centros de servicio de atención telefónica vibrando con la perfección bien entrenada de los tonos agudos; grabaciones ginoides en las estaciones dando instrucciones a usuarios acosados respecto a dónde deben dirigirse y cuándo. Lejos de experimentar una profunda aversión por lo antinatural, las mujeres artificiosas y procesadas han demostrado su rápida capacidad para adaptarse a la máquina, incluso cuando ésta las usa y abusa de ellas. Toda apelación a la supuesta naturalidad de las mujeres o a cierto tipo de relación privilegiada con la naturaleza es tan históricamente inexacta como banal: las mujeres constituyen los mejores robots, tal como nos mostró Metrópolis.
No obstante, ¿qué sucede si vamos más allá de esto? ¿Cuándo se convierte la comunicación en una frívola cháchara menor que la producción de puro ruido? Cuando la máquina, en lugar de soñar con las mujeres, es creada, mantenida y, en realidad, explotada por ellas.
Hay una escena en la película de 1929 de Dziga Vertov, El hombre de la cámara, que combina el metraje de mujeres llevando a cabo diferentes actividades: coser, cortar película (con Elizaveta Svilova, la mujer de Vertov y editora real de la película), contar con un ábaco, fabricar cajas, realizar conexiones en una centralita telefónica, empaquetar cigarrillos, mecanografiar, tocar el piano, responder al teléfono, teclear códigos, llamar al timbre, pintarse los labios. El metraje de cortes se acelera hasta alcanzar una velocidad tan frenética que, en un momento determinado, llega a ser imposible decir qué actividad se está realizando por placer y cuál por trabajo. Ésta es una visión —muy anterior a las computadoras personales, los teléfonos móviles, los servicios de atención telefónica y la invención de las agencias temporales— de la compatibilidad optimista, quizá incluso de la identificación directa de las mujeres con las manifestaciones ilimitadas de la tecnología y el artificio…
En ocasiones, siento una conexión psíquica con las máquinas.
—Jessica Rylan
Si avanzamos casi un siglo, hallamos a Jessica Rylan, una mujer que fabrica sus propias máquinas y que interpreta con ellas, de modo que la superposición entre su voz y sus creaciones pierde todo sentido de separación. Esto es, ciertamente, noise de algún tipo, pero de un tipo totalmente novedoso. En directo, Rylan ejecuta una combinación de exposiciones personales inquietantes (en forma de canciones a capella interpretadas al público con una franqueza sin límites) y una comunión maquinizada con sintetizadores analógicos fabricados por ellas misma, retroalimentándose hasta la eternidad y fusionándose con voces etéreas, profanas, que persiguen como los cuentos de hadas contados por una tía sádica. Aunque en las noches de noise el público emitía gritos ocasionales de «¡más ruido, más dolor!», lo que este deseo de ruido gratuito no entiende es cuánto más efectiva resulta la interpretación de Rylan al revelar el verdadero poder de la máquina.
Jessica Rylan es el futuro del noise, del mismo modo que los hombres son el pasado de las máquinas. Alta, delgada, vestida con elegancia, con gafas… en una oficina repleta de oficinistas, el corazón de Kafka comienza a latir. Mientras las sirenas de lo desagradable continúan seduciendo al imaginario noise masculino, la señorita Rylan y sus sinte-máquinas elaboradas en casa plantean una alternativa deliciosa: qué sucede si, en lugar de la rendición abyecta al dolor hidráulico del tecno-metal, obligamos a la máquina a hablar… con elocuencia. Pero no seamos evasivos: no hay nada agradable en su ruido —ninguna concesión a lo bonito, a la baja fidelidad, a lo adorable o a lo precioso—.
Rylan ha escrito antes sobre la idea de noise personal, en la que se opone a la idea de que el noise debe ser lo más áspero e implacable posible. Esto se ajusta totalmente a la idea de que debería haber cierto estilo de noise, que se debería prestar una determinada atención a las especificidades del sonido y que, de hecho, el único modo de aproximarse a la artificialidad de lo natural es sobrepasar y superar su simulación, lo cual Rylan lleva a cabo conectando y desconectando su voz y su cuerpo en los autocircuitos de un erotismo onírico que se teje cautivadoramente entre una serie de incongruencias desconcertantes: «Aunque es característico del noise recordarnos brutalmente la vida real, el arte del noise no debe limitarse a la reproducción imitativa» (Luigi Russolo).
Esta «reproducción imitativa», esta falta de imaginación que caracteriza a gran parte de la música noise, se ve reflejada en la introspección de la mayor parte de la escena noise, como si la mejor respuesta a un mundo hostil fuera alejarse de él y aullar en una esquina. No hay interés respecto a la naturaleza dentro de la escena noise, afirma Rylan.
«Todo este mundo, todo lo tenemos puertas adentro, miramos internet, vemos la TV, leemos libros, vemos películas, tomamos drogas, lo que sea. Todo esto es algo muy interior, no dedicamos ningún tiempo al mundo».
Sé cómo manejar mi propio equipo.
—Jessica Rylan
Es esta relación entre lo natural y lo artificial —y la artificialidad de la naturaleza— lo que quizá exprese mejor el efecto de las performances de Rylan y señala hacia un futuro que será, al mismo tiempo, femenino y maquinizado. Hay algo profundamente extraño, por ejemplo, en el modo en que lo analógico es procesado por sus sintetizadores. Reconocida normalmente por su calidez, por su autenticidad, su riqueza, Rylan convierte este fetichismo de la máquina vintage en una anticalidez, una serie de máquinas de estilo propio que cortan y desconectan el tiempo respecto de sí mismo, en el presente. Utilizando lo analógico para remedar los efectos de lo digital, Rylan ha conseguido una técnica que provoca la máxima perturbación posible a su público y sin necesidad alguna de gritar.
Rylan ha comentado en el pasado su deseo de no utilizar ningún efecto que se inmiscuya en el tiempo (reverbs, delays) pero, en cambio, la máquina se mezcla con ella y consigo misma, de modo que ya no se puede afirmar de dónde procede el sonido. En cierto sentido, eso ya no importa. Lo que vemos y escuchamos es una serie de enchufes, cables y conmutadores hábilmente manipulados y ligados a su creadora, que circunvala el estancamiento mecánico y ella misma emite sonidos que se retroalimentan, alejándose de la máquina e incorporándose a ella. La relación con el público es deliberadamente ambigua y está muy estructurada —en lugar de la agresión directa (aunque irónica) que provoca a las multitudes la mayor parte de la electrónica de gran potencia—.
Sus espectáculos, aunque ahora son cortos, solían ser incluso más breves, siete minutos más o menos, la antiindulgencia personificada. «Lo hice todo de una vez», afirma respecto a sus actuaciones previas. En gran medida, ésta ha sido siempre la tentación del noise, adoptar la velocidad y la brutalidad de los coches, de la máquina, el «amor al peligro, el hábito de la energía y la falta de temor» del Manifiesto futurista de 1909 de Marinetti, estar a la altura de la exigencia de Russolo de combinar una variedad infinita de ruidos utilizando miles de máquinas diferentes. Sin embargo, cada vez más, se ha deslizado una cierta calma en sus actuaciones, el pensamiento cauteloso implícito en cada aspecto de su obra: la música, el espectáculo, la interpretación, el equipo. Ninguna mezcla chapucera y abigarrada de la autoabsorción y de la complejidad genial que caracteriza a gran parte de la escena noise.
Si la historia subterránea de la relación entre las mujeres, las máquinas y el noise ha emergido finalmente a la superficie como un nuevo «arte del ruido» que intenta destruir la oposición entre lo natural y lo artificial, intérpretes como Rylan representan una expansión del territorio. Las máquinas ya no soñarán a través de las mujeres, sino que serán construidas por ellas. Se utilizarán no para remedar el aullido impotente de la agresión en un mundo hostil, sino para reconfigurar la misma matriz del noise.