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Una esfera de sonidos

Anó­ni­mo, dibu­jo en are­na, foto­gra­fía de Hora­ce Swartley Poley

Si alguien pare­cía tener todos los secre­tos acer­ca de cómo fil­mar era John Ford. Hijo de emi­gran­tes irlan­de­ses, su nos­tal­gia por un mun­do jus­to, sin rup­tu­ras, se pal­pa en cada una de sus historias.

Al ver­se lejos de su país natal, Ford creó su pro­pio sig­ni­fi­ca­do de «patria». Patria era la gue­rra fun­da­da en el dere­cho a la jus­ti­cia pero tam­bién era el bour­bon que ali­via­ba al cow­boy mien­tras espe­ra­ba la muer­te. Patria era la risa de una mujer pero tam­bién la cache­ta­da que venía como res­pues­ta ante el aco­so. Patria, para él, era un inter­mi­na­ble jue­go de des­do­bla­mien­tos y crea­ción de per­so­na­jes. De hecho, su nom­bre real no era John y su ape­lli­do tam­po­co era Ford. Creía que nece­si­ta­ba un nom­bre en el que los otros pudie­ran con­fiar, así que cam­bió de iden­ti­dad. El nom­bre con el cual se vol­vió inmor­tal era una máscara.

Es curio­so pen­sar que, con estos ante­ce­den­tes, John Ford se con­vir­tie­ra en el prin­ci­pal estan­dar­te de un tipo de cine que pare­cía ideal para jus­ti­fi­car el colo­nia­lis­mo voraz de los esta­dou­ni­den­ses. En su narra­ti­va resul­ta evi­den­te que Ford sen­tía una pro­fun­da admi­ra­ción por la cul­tu­ra béli­ca, al gra­do de par­ti­ci­par acti­va­men­te en la Segun­da Gue­rra Mundial.

En 1964, varios años des­pués de con­clui­da esta expe­rien­cia, movi­do por la nece­si­dad emo­cio­nal y éti­ca de rei­vin­di­car­se con los indios a quie­nes retra­tó como hom­bres des­al­ma­dos y caren­tes de alma, Ford estre­nó Che­yen­ne Autumn (exhi­bi­da en nues­tro idio­ma como El oca­so de los Che­yen­ne).

La pelí­cu­la narra cómo la tri­bu tie­ne que ini­ciar un éxo­do para sobre­vi­vir, algo que podría ser­vir como una metá­fo­ra de lo que pasa­ba con su géne­ro pre­di­lec­to —el Wes­tern— jus­to por aque­llos años de trans­for­ma­cio­nes cul­tu­ra­les. Un crí­ti­co del New York Times la des­cri­bió como «epic fron­tier film». Aun­que lo dice entre ala­ban­zas, habla de una esce­na en la que impe­ra la cur­si­le­ría y la asu­me como una derro­ta del cineas­ta. Es la secuen­cia en la que el jefe de los supues­tos che­yen­nes se diri­ge hacia los blan­cos para pro­nun­ciar un dis­cur­so solemne.

Suce­de que, para fil­mar la pelí­cu­la, Ford con­tra­tó nava­jos en lugar de nati­vos de la tri­bu Che­yen­ne. Y las pala­bras pro­fe­ri­das por el jefe nava­jo no esta­ban en el guión. Habla­ba del eterno juez blan­co que deci­día sus vidas. Espe­cí­fi­ca­men­te se refe­ría al peque­ño pene blan­co que col­ga­ba entre sus piernas.

La pelí­cu­la se vol­vió muy popu­lar entre los nava­jos, quie­nes en ple­na esce­na cul­mi­nan­te sol­ta­ban una car­ca­ja­da. Me hubie­ra gus­ta­do estar en algu­na fun­ción. Ni el crí­ti­co, ni el direc­tor, ni el guio­nis­ta, ni los pro­duc­to­res ni la gran mayo­ría de espec­ta­do­res sabían lo que en reali­dad que­ría decir ese mur­mu­llo que se anto­ja­ba tran­qui­li­zan­te. Nadie inda­gó en el sen­ti­do de esas pala­bras has­ta que la risa puso en equi­li­brio todas las fuer­zas. La pelí­cu­la se hizo famo­sa entre los nava­jos y ahí, para­dó­ji­ca­men­te, cobró sen­ti­do la inten­ción ini­cial de Ford. No se tra­ta­ba de una sosa dis­cul­pa de los blan­cos, sino de la res­ti­tu­ción de la dig­ni­dad y de la fuer­za de los indios.

Con­fia­mos dema­sia­do en el poder de nues­tras más­ca­ras por­que cree­mos que somos per­ci­bi­dos úni­ca­men­te a tra­vés de los ojos. Qui­zá por eso Ford sólo puso aten­ción a cómo iba a mover­se la cáma­ra en la secuen­cia del dis­cur­so, sin nece­si­dad de tra­ba­jar en el dis­cur­so mis­mo. Bus­ca­ba úni­ca­men­te una repre­sen­ta­ción median­te imá­ge­nes, no escu­char lo que esas per­so­nas tenían que decir. La idea que des­can­sa detrás de esto es que somos per­ci­bi­dos úni­ca­men­te a tra­vés de los ojos.

Mien­tras que John Ford sim­pli­fi­ca­ba la iden­ti­dad de los indios median­te estam­pas en movi­mien­to, que creía poseer y cam­biar de lugar a pla­cer, ellos ape­la­ban a los soni­dos para afir­mar su iden­ti­dad y trans­for­mar­la en una esfe­ra impe­ne­tra­ble que lo deja­ba afue­ra a él, a quien, por cier­to, le gus­ta­ba afir­mar: «Reven­ge pro­ves its own executioner».