«Cuando me hablaban de horizontes retirados, de magos que saben quitarte el horizonte y nada más que el horizonte, dejando visible el resto, creía que se trataba de una expresión verbal, de una broma exclusivamente lingüística».
Henri Michaux
Los medios por los que se propaga el sonido son de lo más dudosos. El sonido se conduce a través de la repercusión de otras informaciones. El flujo alcanza un margen obtuso que, al pasar de un medio a otro, adquiere un semblante por acumulación. El material se va modificando mientras pasa de un lado al otro. Digamos, se va nutriendo de distintos espacios y a veces hay que encontrar la manera de escucharlos.
Percutir con los dedos en una mesa de madera equivale a que el comensal escuche algo, supuestamente puntual. Un dedo golpea un trozo de madera, suena a «madera y hueso». Dicho sonido se propaga por el aire que, en su «elasticidad», abarca el sitio donde nos encontramos. Ese percutir comprende los objetos y lo que está alrededor y más allá, más allá del punto de emisión, es decir, ese golpe contiene otros devenires ocultos.
Si ese mismo evento lo hacemos de una manera distinta y presionamos la oreja sobre la mesa «haciendo vacío», el sonido adquiere otras dimensiones, este sitio íntimo se vuelve un espía, que no es posible sin el acercamiento.
La compositora y artista Laurie Anderson presenta una pieza, The Handphone Table. En ella exhibe una mesa de madera con dos sillas y un cuadro con dos personas que tienen los codos sobre la mesa y se tapan las orejas con las manos, como si no quisieran escuchar. El escucha imita la escena del cuadro y actúa la mímica representada. En la superficie de la mesa, ocultas, existen dos bocinas que actúan como medio de emisión. Una música saliendo de la mesa.
Cuando yo supe de esta pieza estaba montada de una manera distinta. En el museo de arte contemporáneo de Houston había una silla con indicaciones similares, como colocar tus codos sobre los brazos de la silla para tapar así tus orejas. Mi impresión al hacerlo era que había un mecanismo percutivo en el pie de voluta de la silla. Debajo se transmitía un mecanismo a la articulación del codo y pasaba por los huesos hasta tus oídos. Esta conducción del sonido hace evidente la contradicción de la imagen corporal: el sujeto que se tapa los oídos escucha, espía para encontrar una información lejana.
Con los oídos tapados escuchas ese transcurrir del sonido, una suerte de percusión oculta, un medio de transmisión que nos recuerda a la infancia: estar acostados con el oído pegado al piso y juguetear con los dedos en la superficie; es un encuentro cercano a la amplificación, con una acción mínima que, al momento de acercarse a ella (asomarse a ella) resulta gigantesca.
No era así. En las bases de las sillas, bajo el pie de voluta, había unas bocinas con una grabación de poemas de Laurie Anderson. Las bocinas emitían el sonido a través de la madera hasta que llegaban a mis manos tapando mis oídos. Los poemas no eran entendibles, no se percibía la voz, pero sí se escuchaba algo: un golpeteo con sentido que se vuelve compositivo, en el que se absuelve a la palabra para pasar a otro evento.
El sonido y las palabras transcurren por dos medios amortajados: la madera y los huesos envuelven la pureza de ese ataque. Una genealogía de ese primer sonido, un recubrimiento de ese gesto, la prótesis que parece ajena.
No es traducción: la madera es parte de una comunicación, nuestros huesos escuchan el teléfono descompuesto y las manos en nuestros oídos tramitan un sonido lingüístico, puesto que al «ensordecernos» estamos lidiando con ese primer llamado.
Laurie Anderson hace constatar la comunicación tan basta. En este caso, cada elemento tiene su fortuna, cada materia es fiel al sonido que no es física pura, es el rumor lo que se escucha en ese momento, esas varias partes que propagan un mensaje que si se mira de cerca pareciera que es una maquinaria percutiendo desde la infancia.