Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Las mandrágoras

Dios­co­ri­des, De mate­ria medi­ca (siglo VII), Nápo­les, Biblio­te­ca Nacio­nal (Cod Gr 1 f.90)
Para Isabel y Aurelia

El llan­to de los recién naci­dos es lo más terri­ble que he escu­cha­do, inclu­so el de mi pro­pia hija. Ese angus­tian­te rui­do no te deja esca­par y no hay mane­ra de tapar­se los oídos. Ese fas­ti­dio­so dolor que se inser­ta en los órga­nos que escu­chan aten­tos (no resue­nan; escu­chan) es la expe­rien­cia audi­ti­va más horren­da que he teni­do, un soni­do que enlo­que­ce: el ala­ri­do de las mandrágoras.

Esta habla pri­mi­ge­nia no ter­mi­na has­ta que ve satis­fe­cha su deman­da. Es el úni­co soni­do que requie­re de una solu­ción, pero el arti­lu­gio para resol­ver­lo es muy com­ple­jo, un acer­ti­jo anti­guo con pala­bras en desuso que unos padres inú­ti­les deben descifrar.

¿A qué se debe este terror tai­ma­do? Las altu­ras no son drás­ti­cas, la pre­sión sono­ra no es extre­ma: su caja torá­ci­ca es de ape­nas un chi­co­za­po­te. El chi­lli­do sir­ve para mol­dear la glo­tis, ese órgano refi­na­do y com­ple­jo lla­ma­do tam­bién luz larín­gea. La vibra­ción de las cuer­das voca­les se empie­za a tren­zar con los ala­ri­dos, los bucles, el can­tón, la cazo­le­ta, el cre­pé, y se urde final­men­te en lo que será su pro­pia voz.

El llan­to escul­pe la voz. Su esen­cia nace de ahí, es su géne­sis brus­ca y ator­men­ta­da. Así sur­gen las oclu­si­vas glo­ta­les que podrían hablar todos los idio­mas del mun­do, las mon­ta­ñas fluc­tuan­tes, los can­tos difó­ni­cos, los rui­dos rosas, los mul­ti­for­mes can­tos tibe­ta­nos y el habla cotidiana.

Preo­cu­pa­ción por el sollo­zo: ¿dolor?, ¿ham­bre?, la canas­ta bási­ca que no se pue­de enten­der y que apun­ta hacia un pri­mer len­gua­je, el más detes­ta­ble. Uno que no está car­ga­do de sen­ti­men­ta­lis­mos, capri­chos ni hipo­cre­sías. Vaya paradoja.

Ver un recién naci­do llo­rar de ese modo cam­bió todo lo que cono­cía sobre el soni­do. Éste remi­te a la deses­pe­ra­ción, a una deman­da por algo (esa gran incóg­ni­ta), como si el llan­to no se tra­ta­ra del soni­do en sí, sino de la inten­ción, de la nece­si­dad de inter­pre­ta­ción. ¿Hay tea­tra­li­dad en ello, o es esta pues­ta en esce­na un opues­to al arte dramático?

O es qui­zá un acto vacío, un even­to trá­gi­co sin narra­ti­vas don­de el espec­ta­dor sólo pue­de aspi­rar a pre­de­cir. Es el acto por exce­len­cia, sin fri­vo­li­da­des ni nar­ci­sis­mos, un bru­tal suce­so de la esce­na don­de hay ges­to, voca­li­za­ción. Ahí sur­ge la pala­bra ade­mán.

En su poe­ma «La infan­ti­ci­da Marie Farrar», Ber­tolt Brecht des­cri­be a una madre «raquí­ti­ca, huér­fa­na, has­ta el pre­sen­te no ficha­da» que ase­si­na a su pro­pio hijo una noche de invierno:

Lue­go, entre el baño y la pie­za —dice que has­ta entonces
no había pasa­do nada—, la criatura
comen­zó a gri­tar, eso la alte­ró de tal manera
que la gol­peó con ambos puños y con fuerza,
cie­ga­men­te, dice, has­ta que se calló.
Lue­go de ello se lle­vó el cuer­pi­to consigo
a la cama por el res­to de la noche
y de maña­na lo escon­dió en el lavadero.
Pero a uste­des, les rue­go, se abs­ten­gan de juzgar
Pues toda cria­tu­ra nece­si­ta ayu­da de todas las demás.

Cuan­do pasan horas sin que el llan­to ceda, hay un deseo tam­bién por defe­nes­trar al recién naci­do. No hay comu­ni­ca­ción que lo reme­die ni hay dere­cho a répli­ca. Las pala­bras de los padres son obso­le­tas, cuan­do mucho se con­vier­ten en bál­sa­mos que arru­llan. Vibra­cio­nes. No es fácil  acep­tar que quie­res defe­nes­trar a tu pro­pia hija, el amor más gran­de, que des­ata inusi­ta­dos pen­sa­mien­tos. ¿Es aca­so que nos enlo­que­ce el soni­do, o es la inca­pa­ci­dad de comu­ni­car­nos con ellos?

Pue­de que el asun­to sea  evo­lu­ti­vo, una herra­mien­ta de super­vi­ven­cia: el aulli­do tie­ne que ser tan par­ti­cu­lar para que sea impo­si­ble no pres­tar­le aten­ción. No hay madre ni padre que no se escan­da­li­ce e inten­te reme­diar­lo. La natu­ra­le­za del llan­to de una hija te nubla de todo lo demás, se con­vier­te en el soni­do úni­co, en el úni­co hablan­te. Y no hay posi­bi­li­dad de contestación.

El cacho­rro de gue­par­do gor­jea como pája­ro cuan­do es sepa­ra­do de su madre. Su llan­to cam­bia radi­cal­men­te, uti­li­zan­do otras zonas de su apa­ra­to vocal. Los hue­vos de los coco­dri­los comien­zan a emi­tir soni­dos cuan­do están por eclo­sio­nar: un llan­to cubier­to por una carcasa.

Las madres agu­di­zan el oído, reco­no­cen los sem­blan­tes, intu­yen: «éste es el llan­to del ham­bre, éste es el llan­to del sue­ño, éste es el llan­to del cóli­co», mis­mos que pasan des­aper­ci­bi­dos para el padre.

Escri­bo esto con cono­ci­mien­to de cau­sa, dadas mis anti­guas cos­tum­bres de escu­char noi­se y death metal, volú­me­nes altos, altu­ras extre­mas, inclu­so me sien­to cómo­do en la fre­né­ti­ca vida de la Ciu­dad de Méxi­co. El noi­se me intere­só siem­pre por su posi­bi­li­dad de agre­dir, de lle­nar lo cor­po­ral, de satu­rar la per­cep­ción  y expo­ner­nos a pre­sio­nes sono­ras y fre­cuen­cias fre­né­ti­cas. Pero nada de eso se ase­me­ja a la expe­rien­cia que me atre­vo a rela­tar. Lo úni­co que me vie­ne a la men­te como com­pa­ra­ción son los soni­dos de la tor­tu­ra, de la gue­rra, de un ser que­ri­do gri­tan­do por dolor. En estos casos tene­mos al menos el poder de decir, de negar; el habla tie­nen un sen­ti­do, por más que no se escu­chen esas pala­bras tie­nen un eco que se adhie­re. Se pue­de lamen­tar, se pue­de gri­tar de pavor, de pala­bras de ali­vio, de rezos pro­fun­dos, de mal­di­cio­nes: tene­mos la cer­te­za al menos de lo que está pasando.

El llan­to de un bebé, en cam­bio, no pasa siquie­ra por lo des­agra­da­ble, se tra­ta de un bas­tión que nos encap­su­la en otra reali­dad, en otra dimen­sión. Es algo que no es repro­du­ci­ble, pier­de todo su poder al ser gra­ba­do, qui­zá sería el arma sono­ra más efec­ti­va. Pero nada de esto es posi­ble, es un acto pre­sen­cial con tu hija que gri­ta a todo pul­món, lo terri­ble con toda su cor­po­ra­li­dad y las dimen­sio­nes que pue­de alcan­zar el soni­do: las preo­cu­pa­cio­nes, los mie­dos, la abso­lu­ta sole­dad, la pro­tec­ción, la psi­que y el soni­do, la naturaleza.

Escu­char llo­rar a mi hija replan­teó todo lo que cono­cía como soni­do. Me cam­bió la idea de las fre­cuen­cias, del volú­men, de la inter­pre­ta­ción. Me hizo ren­dir­me ante mi inca­pa­ci­dad de ana­li­zar. Se aca­bó la armo­nía y el con­tra­pun­to, las téc­ni­cas exten­di­das resul­tan ante esto tedio­sas, frí­vo­las. Aho­ra dudo de todo lo que escu­cho. Es lo más cer­cano que he esta­do de enten­der el soni­do, de habi­tar­lo, de ser par­tí­ci­pe de un labe­rin­to sono­ro sin entra­das ni sali­das; es una ope­ra­ción sin anes­te­sia, el llan­to de tu hija.