Para Isabel y Aurelia
El llanto de los recién nacidos es lo más terrible que he escuchado, incluso el de mi propia hija. Ese angustiante ruido no te deja escapar y no hay manera de taparse los oídos. Ese fastidioso dolor que se inserta en los órganos que escuchan atentos (no resuenan; escuchan) es la experiencia auditiva más horrenda que he tenido, un sonido que enloquece: el alarido de las mandrágoras.
Esta habla primigenia no termina hasta que ve satisfecha su demanda. Es el único sonido que requiere de una solución, pero el artilugio para resolverlo es muy complejo, un acertijo antiguo con palabras en desuso que unos padres inútiles deben descifrar.
¿A qué se debe este terror taimado? Las alturas no son drásticas, la presión sonora no es extrema: su caja torácica es de apenas un chicozapote. El chillido sirve para moldear la glotis, ese órgano refinado y complejo llamado también luz laríngea. La vibración de las cuerdas vocales se empieza a trenzar con los alaridos, los bucles, el cantón, la cazoleta, el crepé, y se urde finalmente en lo que será su propia voz.
El llanto esculpe la voz. Su esencia nace de ahí, es su génesis brusca y atormentada. Así surgen las oclusivas glotales que podrían hablar todos los idiomas del mundo, las montañas fluctuantes, los cantos difónicos, los ruidos rosas, los multiformes cantos tibetanos y el habla cotidiana.
Preocupación por el sollozo: ¿dolor?, ¿hambre?, la canasta básica que no se puede entender y que apunta hacia un primer lenguaje, el más detestable. Uno que no está cargado de sentimentalismos, caprichos ni hipocresías. Vaya paradoja.
Ver un recién nacido llorar de ese modo cambió todo lo que conocía sobre el sonido. Éste remite a la desesperación, a una demanda por algo (esa gran incógnita), como si el llanto no se tratara del sonido en sí, sino de la intención, de la necesidad de interpretación. ¿Hay teatralidad en ello, o es esta puesta en escena un opuesto al arte dramático?
O es quizá un acto vacío, un evento trágico sin narrativas donde el espectador sólo puede aspirar a predecir. Es el acto por excelencia, sin frivolidades ni narcisismos, un brutal suceso de la escena donde hay gesto, vocalización. Ahí surge la palabra ademán.
En su poema «La infanticida Marie Farrar», Bertolt Brecht describe a una madre «raquítica, huérfana, hasta el presente no fichada» que asesina a su propio hijo una noche de invierno:
Luego, entre el baño y la pieza —dice que hasta entonces
no había pasado nada—, la criatura
comenzó a gritar, eso la alteró de tal manera
que la golpeó con ambos puños y con fuerza,
ciegamente, dice, hasta que se calló.
Luego de ello se llevó el cuerpito consigo
a la cama por el resto de la noche
y de mañana lo escondió en el lavadero.
Pero a ustedes, les ruego, se abstengan de juzgar
Pues toda criatura necesita ayuda de todas las demás.
Cuando pasan horas sin que el llanto ceda, hay un deseo también por defenestrar al recién nacido. No hay comunicación que lo remedie ni hay derecho a réplica. Las palabras de los padres son obsoletas, cuando mucho se convierten en bálsamos que arrullan. Vibraciones. No es fácil aceptar que quieres defenestrar a tu propia hija, el amor más grande, que desata inusitados pensamientos. ¿Es acaso que nos enloquece el sonido, o es la incapacidad de comunicarnos con ellos?
Puede que el asunto sea evolutivo, una herramienta de supervivencia: el aullido tiene que ser tan particular para que sea imposible no prestarle atención. No hay madre ni padre que no se escandalice e intente remediarlo. La naturaleza del llanto de una hija te nubla de todo lo demás, se convierte en el sonido único, en el único hablante. Y no hay posibilidad de contestación.
El cachorro de guepardo gorjea como pájaro cuando es separado de su madre. Su llanto cambia radicalmente, utilizando otras zonas de su aparato vocal. Los huevos de los cocodrilos comienzan a emitir sonidos cuando están por eclosionar: un llanto cubierto por una carcasa.
Las madres agudizan el oído, reconocen los semblantes, intuyen: «éste es el llanto del hambre, éste es el llanto del sueño, éste es el llanto del cólico», mismos que pasan desapercibidos para el padre.
Escribo esto con conocimiento de causa, dadas mis antiguas costumbres de escuchar noise y death metal, volúmenes altos, alturas extremas, incluso me siento cómodo en la frenética vida de la Ciudad de México. El noise me interesó siempre por su posibilidad de agredir, de llenar lo corporal, de saturar la percepción y exponernos a presiones sonoras y frecuencias frenéticas. Pero nada de eso se asemeja a la experiencia que me atrevo a relatar. Lo único que me viene a la mente como comparación son los sonidos de la tortura, de la guerra, de un ser querido gritando por dolor. En estos casos tenemos al menos el poder de decir, de negar; el habla tienen un sentido, por más que no se escuchen esas palabras tienen un eco que se adhiere. Se puede lamentar, se puede gritar de pavor, de palabras de alivio, de rezos profundos, de maldiciones: tenemos la certeza al menos de lo que está pasando.
El llanto de un bebé, en cambio, no pasa siquiera por lo desagradable, se trata de un bastión que nos encapsula en otra realidad, en otra dimensión. Es algo que no es reproducible, pierde todo su poder al ser grabado, quizá sería el arma sonora más efectiva. Pero nada de esto es posible, es un acto presencial con tu hija que grita a todo pulmón, lo terrible con toda su corporalidad y las dimensiones que puede alcanzar el sonido: las preocupaciones, los miedos, la absoluta soledad, la protección, la psique y el sonido, la naturaleza.
Escuchar llorar a mi hija replanteó todo lo que conocía como sonido. Me cambió la idea de las frecuencias, del volúmen, de la interpretación. Me hizo rendirme ante mi incapacidad de analizar. Se acabó la armonía y el contrapunto, las técnicas extendidas resultan ante esto tediosas, frívolas. Ahora dudo de todo lo que escucho. Es lo más cercano que he estado de entender el sonido, de habitarlo, de ser partícipe de un laberinto sonoro sin entradas ni salidas; es una operación sin anestesia, el llanto de tu hija.