El Autonomous Sensory Meridian Response (Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma o ASMR por sus siglas en inglés) es un síndrome. Su primera anomalía es que sólo existe gracias a las redes sociales, que le han brindado un código, una forma y una estética.
Alguien te susurra al oído. Se lima delicadamente las uñas ante un micrófono. Arruga un celofán durante una hora. Trata de definir un huevo Kinder únicamente con elementos sonoros. Aquí se ha establecido una realidad virtual basada en los susurros y en sonidos de poca presión sonora. Un piojito en el cerebelo, un rayo eléctrico que enchina la médula relajando a las almas más inquietas, si cabe tal equívoco.
El ASMR está acotado. Esos millones de videos en los que sus protagonistas susurran evocando objetos, ¿se tratan, acaso, de la nueva era de un fetiche?
¿Un síndrome? Se tiene o no se tiene, se experimenta o no. De ahí el auge de estos videos que representan el mito de la autonomía sensorial.
A poco volumen y siseando las palabras es posible recitar a Góngora durante sesenta minutos. «El horrendo sonido de las cabras corta la no menos horrísona música de Polifemo, que le rompía los tímpanos a los mismos dioses».
Es posible maquillar un busto de Felix Mendelssohn Bartholdy mientras se le recuerda, en voz baja, las piezas que compuso su hermana Fany y que él solía firmar como si las hubiera creado.
El audio es posiblemente lo más/lo menos importante.
¿Qué nos dicen estos pequeños sonidos de la infancia?
¿Qué sonidos estamos buscando en esta casi total imperceptibilidad?
Por una webcam y por el micrófono integrado de la computadora nos llegan estos videos con cientos de miles de visitas. Tal vez este formato está supliendo a las benzodiazepinas.
Unas siglas imposibles: ASMR. Si se leen de seguido emulan un susurro en sí mismas. No es casualidad que estas cuatro letras suenen igual que las burocracias de una institución psiquiátrica.
Con esto se alcanza una forma establecida, una especie de giga barroca. Un sonido avasallado por una factura muy establecida: una toma fija y un protagonista guiando su fetiche. «Una mujer enfrente de un ventilador empieza a susurrarle al aire proveniente, el susurro se modifica por las aspas del ventilador. Ella empieza a hablar de ese rehilete, de cómo corta el aire, tan tajante como las palabras».
Hay un hormigueo del que hablan los afectados por el ASMR. Si éste de verdad existiera, iniciaría en la nuca y recorrería la columna vertebral hasta acabar en el perineo. ¿Pero cómo puede afirmarse tal cosa sin caer en el cartesianismo del «arriba» y «abajo»?
No es novedad que los sonidos provoquen sensaciones corporales. Pensemos en un arañazo en una de esas pizarras verdes de la primaria, recordemos a ese compañero abatido por el tedio que hacía rechinar dos placas de unicel hasta formar una nieve de poliestireno expandido.
¿Es acaso el ASMR una nueva técnica de meditación?
Es una nueva forma de acercarnos a la elaboración de sonidos predilectos, de fetiches sonoros, de caricias memorables y revelaciones auditivas.
¿Dónde he escuchado ese mínimo trinar del papel de china?
¿Acaso en la infancia me relajé mil veces con una gotera?