Correr muchos kilómetros implica sobreponerse al agotamiento; la dificultad para respirar y soportar el cuerpo cuando se está extenuado nunca se aprende del todo. Porque el cuerpo bípedo, después de avanzar sin detenerse treinta kilómetros, semeja una carcacha inservible que cruje y rechina. Tras el recorrido, la mente debe arrastrar ese cachivache, perplejidad y pellejo, varias millas por delante antes de concluir un maratón. Baquílides de Ceos, un poeta griego del siglo v a. C., describió el esfuerzo del atleta olímpico Aglao, quien mientras recorría el estadio «exhalaba su caluroso aliento» y salpicaba de sudor los vestidos de los espectadores.
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Mis playlists solían ser eclécticas. Cabía lo mismo Adele que Pergolesi, el punchis punchis más aberrante que las arias de Wagner más excesivas. Cada día de la semana utilizaba un repertorio distinto para infundirle a mi espíritu triunfalismos ridículos o fatalismos unánimes. Con los mambos de Pérez Prado podía recorrer envalentonado ciertos tartanes, mientras que algún concierto de Philip Glass me proporcionaba el sonsonete con el que sobrevivía las tortuosas pendientes de Chapultepec. Y es que, como señala Joyce Carol Oates, quien además de escribir novelas y cuentos es una aviesa corredora, hay un atavismo vinculado con la música en la experiencia redundante de levantar los pies y colocarlos velozmente uno delante del otro decenas de miles de veces: «así como los músicos experimentan el extraño fenómeno de la memoria tisular en la punta de los dedos, el corredor parece experimentar una extensión del yo imaginario en los pies, los pulmones y los latidos acelerados del corazón».
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Emil Zatopek, el legendario atleta checo, consiguió una hazaña irrepetible en los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952. Obtuvo tres preseas doradas: en el maratón, en los cinco mil y en los diez mil metros planos. No obstante, su apodo («la Locomotora Humana») no fue acuñado por su capacidad de correr, sino debido a su estilo heterodoxo: gemía y bufaba al azotar la pista. Haile Gebreselassie, el atleta superdotado de Etiopía que rompió veintisiete marcas mundiales en distintas distancias, se retiró tras un ataque de asma, padecimiento que lo aquejaba desde la infancia. Otra asmática célebre, la inglesa Paula Radcliffe, cuyo récord mundial para los cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros continúa vigente desde 2003, abandonó el maratón de los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004, luego de escuchar durante treinta kilómetros «un chirrido» producido por sus músculos. Katherine Merry, quien consiguió el bronce olímpico en los cuatrocientos metros planos en el año 2000 en Sidney, declaró que disfrutaba mucho los gritos de las multitudes en el estadio cuando concluía una carrera porque la hacían olvidarse momentáneamente del angustioso silbido que atraviesa su vida: padece de tinnitus.
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Casi siempre entreno solo. Casi. Cuando troto en las calles escucho palas eléctricas, conversaciones entre oficinistas, cláxones. A veces pasan perros. Bolsas de plástico, peatones o helicópteros. Si visito parques, escucho el viento moverse entre los árboles. No es frecuente, pero en algunos momentos me acompaña un zumbido que aparece y se esfuma. Trotar en los Viveros de Coyoacán puede resultar casi metafísico. En ocasiones veo ratas o ardillas cruzar los senderos. También oigo el tronido de mis meniscos. Al escuchar las pisadas de otro corredor que se acerca, me pongo nervioso. Mi instinto es acelerar, así es que nunca veo el rostro de mi perseguidor. Me han dicho que no debo hacerlo. No puedo evitarlo.
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Hace un par de semanas comenzó la parte difícil del entrenamiento. La meta era soportar treinta y dos kilómetros. Me colé al Medio Maratón de la Ciudad de México, robé las bebidas hidratantes y seguí a la liebre que marcaba el paso de dos horas. Había mucho ánimo en las calles. Voces festivas. Porras animadas. Algún optimista gritaba: «¿Están cansados?» y la contestación falaz y unánime era: «¡Noooo!». Proliferaban conversaciones acerca de los geles energéticos. Rodeado de esa camaradería, avancé hasta el kilómetro veinte. A la altura del Auditorio Nacional abandoné al grupo y di vuelta en U en Paseo de la Reforma, no sin antes recibir algunas palmadas en la espalda. Fue un breve encuentro con el silencio. De pronto, me encontré de nuevo con el golpeteo de mis tenis contra el pavimento. El sol comenzaba a molestarme. Estábamos reunidos mis exhalaciones y yo. Faltaba una hora más. Un poco más adelante observé a una ambulancia ululante y a un grupo de curiosos. Continué. Un día después leí el periódico y me enteré de que la ambulancia llevaba el cuerpo de un corredor que acababa de morir.
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Con mi papá fui a correr por primera vez. Era niño y en esa época no había muchos espacios para esta actividad. Los sonidos que relaciono con ese entonces son los de mis pulmones. Algo me raspaba dentro. Era como si tuviera una matraca en el pecho o un tractor cuya misión consistía en desenterrar resoplidos. A mitad de los ochenta la Ciudad de México estaba más contaminada que nunca, lo que era un caldo de cultivo para niños asmáticos. El bosque olía a eucalipto. Sobrevolaba el polen. Mis vías respiratorias crepitaban bajo una nata espesa. Correr era mi venganza. Como era torpe con el balón y la velocidad no era lo mío, decidí que correr más que mis compañeros de la escuela era una forma de revancha. Hoy continúo abrazando la frágil ilusión de reivindicarme de algo nebuloso. Así me desagravio de un mal día en la oficina, de un año regular o de que se cayó mi teléfono al excusado y ya no sirve.
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Estoy preparándome. Ayer debía correr una distancia descomunal, pero no me sentía bien, por lo que decidí dividir el itinerario. Por la mañana corrí la mitad y en la noche procuré realizar la segunda parte. Estaba agotado, pero lo intenté. Chillaban los limpiaparabrisas y yo estaba a punto de caerme de sueño. En el estacionamiento sólo había un par de automóviles. Descendí del coche en medio de la oscuridad con más pereza que esperanza. Hice los estiramientos preliminares mientras los vigilantes me veían con rostro de incredulidad, como si me estuvieran preguntando: «¿En verdad lo vas a hacer?». Escuché la lluvia persistente, a mi estómago que pedía una pausa, mis pasos aturdiéndose contra el suelo y mis pensamientos que estaban ciertos de que esta vez no lo iba a lograr. No había otra música salvo mi respiración.
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Hace tiempo que no escucho música cuando corro, ni siquiera al usar la caminadora. No es que haya sido una renuncia: debido a un problema técnico no puedo descargarla en mi celular, así es que me he conformado con mis musitaciones. A veces no es placentero: dedico mucho tiempo al autoescarnio. Lo bueno es que casi siempre cuando corro mis disquisiciones se pierden en la espesura de mi competitividad autista. Entonces atiendo la aplicación de mi teléfono que me avisa cuál es mi ritmo, cuántos kilómetros me faltan para terminar y que un corredor ruso me ha «echado porras». También percibo cómo se acelera mi corazón mientras aprieto el paso. A veces dejo de oír y comienzo a descansar mientras alcanzo mi velocidad máxima.
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Ayer me tocó transitar una distancia larga otra vez: veintitrés kilómetros. A pesar de que mi paso era lento, me costó más trabajo. Tal vez fue el desgaste acumulado. La experiencia acústica más relevante fue escucharme cuando faltaban cinco kilómetros: «¡Vamos, Rodrigo, tú puedes!», y cuando restaban dos: «¡Ya, por favor, ayúdenme!». En todo caso lo que dije fue muy distinto a lo que exclamó Debie Caprio, una corredora que buscaba terminar en menos de cuatro horas su segundo maratón en Boston, en 2013 (yo busco la misma marca y también será mi segundo intento). «Así acabará mi vida», profirió tras escuchar dos estallidos. Unos terroristas habían colocado bombas caseras muy cerca de la meta.
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El asma se disipó en mi adolescencia luego de diversos tratamientos. Un poco más adelante corrí mis primeras carreras de diez kilómetros. Las sibilancias me abandonaron durante un largo periodo. Me inscribí al equipo de atletismo de la universidad. Acudí a unos juegos interuniversitarios. Como era el único del plantel interesado en las competiciones de fondo, me inscribieron en todas las carreras posibles, incluso en cuatrocientos metros. Los resultados fueron lamentables, como era de esperarse. Hace tres años decidí entrenar para un medio maratón y los jadeos estridentes volvieron unas horas antes del evento.
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Las endorfinas que acompañan el sonido de tus propios pasos es un asunto difícil de explicar. Tengo amigos que son peatones sibaritas y les parece que correr largas distancias es una actividad aburrida e inocua. A mí me atrae porque significa sumergirme en mi cuerpo y llevarlo al límite, a la vez que representa, literalmente, una fuga del mundo. La experiencia tiene algo de místico: vida y muerte se rozan. Al correr uno se escucha, se abstrae, y emprende la huida.