#1
La primera vez que escuché con claridad el canto de los pájaros fue una mañana en que pensé me estaba quedando sordo. Recuerdo estar sentado en un jardín y sentir los oídos adormecidos, en un estado de paz extraña, viendo árboles, escuchando con el cuerpo; el pulso de mi sangre, la respiración, sin más relación con el mundo que la que pudiera percibir mi mano mientras pasaba la palma por el pasto. Sordo.
Recuerdo tomar un palito e insertarlo con fuerza en el oído que sentía más dormido. Recuerdo un crack y después escuchar a muchísimos pájaros cantando; voltear hacia arriba y ver que en la copa de los árboles que me rodeaban había una parvada aleteanto y chillando. El mundo no dejaba de sonar en mi cuerpo, pero al mismo tiempo sonaba por su cuenta y se traducía en mí. Escuchaba.
Una cabina se vive desde la sordera propia y la escucha de uno desde adentro, reconociendo que el mundo suena por su cuenta.
#2
En casa tengo una foto que me gusta. Es de un perro mirando al mar (o a un atardecer en el mar). No podría decir que ve algo en particular. Sólo espero que pueda ver, y sin duda puedo decir que está inmóvil frente a las olas. Hay algo muy sonoro en la imagen. Pero no es algo definido. Es algo que suena, pero no se escucha.
Cuando me siento frente a un micrófono, antes que nada, cierro los ojos y me froto las manos. Antes de escuchar a mi piel desgastarse contra mi piel, pienso en otro momento. En ese perro frente al mar, o a lo que suena esa imagen en mi cabeza. Y después escucho con claridad las palmas de mis manos siseando, como si fueran dos viejitas hablando una lengua que no entiendo, pero escucho.
Una cabina existe lejos de la comunicación;
sin embargo cerca de la ilusión de su posibilidad.
#3
La primera vez que estuve entre cuatro paredes con algo muerto supe de qué trataba el silencio. Era un animal grande. Yo lo quería. Vivía en un cuarto propicio para su talla, junto a mi casa de la infancia. Yo, pequeño, podía entrar en su habitación sin problema. Un día estaba acostado respirando sonoramente, después se quedó callado. Yo estaba sentado a su lado.
La misma sensación que tuve esa tarde junto a un animal muerto que mostraba los dientes la reviví años después al ver una vitrina que protegía un instrumento antiguo. Era uno de esos mamotretos inmensos, seguramente asiático, o de una época en la que la lepra y el diezmo eran la ley. Entre cuatro paredes, un animal muerto o un instrumento musical suspendido. Y el silencio.
El silencio, en una cabina, no es ausencia sino acento.
Una cabina existe lejos de la comunicación;
sin embargo cerca de la ilusión de su posibilidad.
#4
Alguna vez tuve la fortuna de ver en vivo a Evan Parker. Fue revolucionario en muchos niveles. Pero de verle no hay tanto que contar: es un músico. Escucharlo era otra cosa. Sin embargo, la sensación la tengo anclada en la vista. «Ver a Evan Parker». En ese sentido, el sonido se queda lejos, y uno prefiere asumir que se vivió.
Alguna vez tuve la mala suerte de ver en vivo a Michael Breker. Recuerdo poco o nada. Podría asegurar que algo sonó esa noche, pero no se vio nada. Mi memoria se pierde en la nomenclatura: tener un boleto, perderlo después. Yo vi a Evan Parker, pero Michael Breker fue invisible.
Una cabina tiende a la invisibilidad. Pero bien ejecutada produce visión en su vibración.
#5
Nunca lo he entendido muy bien, pero hay edades para aprender algunas cosas. Aprender a caminar, a usar el baño, a nadar, a leer. En mi escuela, o en una de ellas, había una mesa apartada del resto del grupo en donde se sentaban los niños lentos que aún no sabían leer, mientras el resto de la clase proseguía con su desarrollo. Yo estaba en esa mesa.
No sé muy bien qué hacíamos los lentos. Si dibujábamos, o nos veíamos a las caras, o sólo entrábamos en un capullo de vergüenza. Pero recuerdo lo que fue salir de esa mesa, regresando de unas vacaciones en que mi madre no se levantó de otra hasta enseñarme a leer. Lo curioso es que recuerdo la noche en que leí por primera vez, en voz alta, bajo una luz amarilla, con mi madre al lado. Yo escuchaba mi propia voz desde otra mesa.
Una cabina es el recordatorio de que la voz existe hasta ser escuchada.