Hasta hace poco vivía en otra ciudad —al norte, muy al norte, demasiado—. Durante seis meses al año, las ventanas de mi departamento estaban cerradas, sin excepción ni tregua: era un edificio viejo y el hielo bloqueaba los mecanismos para abrirlas. Las temperaturas bajo cero, las lluvias, las heladas y nevadas entre noviembre y abril —a veces mayo— hacían imposible la comunión de espacios: afuera, la intemperie gélida; adentro, un refugio. La frontera entre ambos pedía ser infranqueable: doble vidrio empañado o con escarcha. Era, pues, una casa sorda, con pisos de madera.
Durante seis meses seguidos, sin interrupciones, sólo escuchaba el crujir de la duela, los ires y venires de los ratones al interior de las paredes, el agua llenando los radiadores de la calefacción central —vetustos armatostes de fierro pintado que descansaban junto a los muros—. El sonido era algo que sucedía adentro. Como cuando uno sumerge la cabeza en una tina y escucha sólo su propio movimiento, el flujo de la sangre, las oscuras vísceras palpitando en su lento pero seguro trote hacia la tumba.
Casa y cuerpo, en esas condiciones, interpretaban una especie de coreografía en espejo. El runrún de las tuberías desperezándose me obligaba a volver el oído hacia mi aparato digestivo —lento como mula lenta, entorpecido por la quietud de todo—. El tac tac de la lluvia helada —ni granizo ni nieve: punto medio— me ponía los nervios de punta, como se dice: nervios de formas punzantes como los carámbanos de la iglesia al otro lado de la calle. Las patitas de los roedores escarbando sonaban como algo turbio que habitaba en mí y buscaba salir por algún sitio. Y así con todo. Reinaba, podría decirse, una inquietante armonía.
Una vez al día me forzaba a salir de casa, para caminar un poco. Las banquetas, bordeadas de nieve a un costado y otro, se convertían en veredas agrestes. Los rostros adustos de los peatones, enmarcados de ropa hasta las cejas mismas, pasaban como fantasmas: las pisadas de los otros no se oían; sólo mis propios pasos, crack crack, apisonando el hielo, moldeando la huella fría que la nevisca borraría pronto. Y los niños acolchados, arrastrados en trineos por aquellos senderos invernales como tiranos miniatura de una tundra muy cívica —mongoles tímidos que susurraban órdenes a sus caballos, hunos gentiles sobre los caminos níveos—, no gritaban apenas.
Así, cada tarde caminaba hasta el café de siempre, arquetípicamente llamado Club Social, donde el vocerío romance de los italianos me restituía de pronto un sentido de la escucha, un rumor añorado, a medias familiar pero también extraño: palabras deformadas por siglos y migraciones, carcajadas latinas que se aliaban con aullidos anglos, capuchinos pedidos a gritos en un francés macarrónico, de vocales dobladas sobre sí mismas —vocales ahogadas por el peso plúmbeo de la pinche nieve—. A veces allí, en el Club Social de la calle St. Viateur, me sentaba a calentarme un rato, rodeado por un ruido puntual y hasta un poco previsible, pero ruido al fin, que a medias reemplazaba el sol inexistente de fines de diciembre.
Luego, de regreso a mi casa —cascarón insólito, insonorizado casi— me detenía en la panadería de los jasídicos, que se quejaban en yiddish por sus celulares y pedían de mala forma una docena de rugelachs a la dependienta china que les despachaba.
De noche, el sonido de las gigantescas máquinas quitanieves irrumpía a veces en mis sueños, atravesando los dobles cristales, como un recuerdo difuso pero todavía reconocible: pitidos, motores, crash crash, palas metálicas contra el asfalto frío.
La primavera no era el golpe de dicha que nos enseñan las caricaturas. Más bien un flujo constante de líquidos, un lento goteo: la vida conectada al suero del deshielo. En la azotea se reactivaban ríos intramuros, desagües súbitamente vivos que canalizaban el agua desde los altos tejados hasta la yerma tierra. Los carámbanos de la iglesia, pling pling, iban perdiendo forma hasta ser un charco mugriento del que bebían las primeras ardillas, materializadas de pronto sobre las banquetas.
Las conversaciones también, de alguna manera, se descongelaban; en la calle se oían imprecaciones políglotas y el salpicar de los coches entre ese lodazal negruzco que en inglés llaman, con una onomatopeya fantástica, slush.
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Regresar a vivir a la Ciudad de México ha sido, sobre todo, volver a un ruido que no por conocido resulta más discreto. No es una transición sencilla. Las primeras noches me desperté cada media hora, sorprendido por el aullido de un perro vecino, el paso de un helicóptero, la conversación de dos personas junto al elevador de mi edificio. A las 3 am, puntualmente, una seguidilla de aviones en descenso me despertaba. A veces, resignado a la interrupción del sueño, caminaba hasta el balcón de este séptimo piso y a lo lejos escuchaba el motor de los camiones sobre el Eje, las sirenas, una fiesta que no cedía un par de pisos más abajo. Este trajín constante del que no es posible aislarse llegaba a enloquecerme.
Al cabo de un par de días me hice con un paquete de tapones para los oídos, que me sirvieron al menos para alcanzar el estado de sueño profundo. En el Metrobús me habitué a llevar siempre los audífonos puestos, incluso si no sonaba nada a través de ellos, para ensordecer un poco a la ciudad, que alcanza niveles nocivos de intromisión sónica. En el café donde me sentaba a trabajar me aficioné a escuchar ruido blanco mediante una aplicación que descargué en el teléfono, para bloquear las bachatas de las bocinas y las conversaciones de los comensales.
A ese primer momento de tratar de bloquear el ruido, recién desembarcado en la Ciudad de México, le siguió otro de experimentar con sus muchas posibilidades. Me aficioné a un podcast sobre paisajes sonoros urbanos que dedica un episodio a cada ciudad, de modo que un día me vi atravesando el Parque Hundido mientras escuchaba los pregones de Nueva Deli. La fisura que se abrió entre el sonido de una ciudad y la visión de otra me permitió después recuperar cierta sorpresa con respecto a la música del DF.
«Anoche ha venido el gran gato gris de mi infancia. Le he contado que me hostiliza el ruido», escribe Di Benedetto en El silenciero. El pitido distante del camotero, después de escuchar un programa de una hora dedicado al paisaje sonoro de Copenhague, me pareció de pronto, ¿cómo decirlo?, exótico, y sólo mediante esa exotización se me hizo soportable la hostilidad de la que habla el narrador de Di Benedetto.
Quizás no haya más que asumir el ruido, darle una bienvenida resignada o buscarle el flanco improbable, como cuando se aprende a acariciar a un animal en el lugar del lomo que más la satisface.
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No digo que haya reconciliación completa, pero sí un reconocimiento tácito: las ciudades vivas hablan, aúllan, se rompen toda la noche en un estrépito de vidrios. Sus habitantes podemos agitarnos de rabia e impotencia, comprar los más sofisticados tapones para oídos, o podemos inventar un silencio a la medida de nuestras posibilidades en una cama, con la almohada sobre la cara, o cerrando los ojos en la regadera, o en la oscuridad de un cuarto, o frente a una ventana, para descubrir que otros nos miran desde ventanas idénticas, al otro lado de la avenida.
En The Soundscape, el libro que acuñó el término el «paisaje sonoro», R. Murray Schafer habla de la necesidad de recuperar un concepto positivo del silencio: «Si abrigamos la esperanza de mejorar el diseño acústico del mundo, sólo realizaremos esta aspiración tras recuperar el silencio como un estado positivo en nuestras vidas. Acalla el ruido de la mente: esa es la primera tarea; todo lo demás llegará en su debido tiempo».
En Silence in the age of noise, el explorador noruego Erling Kagge (el primer ser humano que alcanzó el polo Sur, el polo Norte y la cima del Everest, y a quien conocí una tarde en el húmedo calor del aeropuerto de Medellín), relata un experimento llevado a cabo por las universidades de Harvard y Virginia: a un grupo de gente se le dio la posibilidad de quedarse callados, sentados en un cuarto vacío y sin distracciones, o bien recibir dolorosas descargas eléctricas. Casi la mitad de los participantes eligió la descarga eléctrica antes que guardar silencio durante un rato.
Me pregunto si yo hubiera formado parte del grupo masoquista, eligiendo la descarga eléctrica, o del grupo silencioso y meditativo. Hace unos meses, durante el largo invierno del norte, hubiera respondido sin dudar un instante que prefería el silencio. Hoy no lo tengo tan claro.
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Todas las técnicas de meditación hablan de la importancia de la respiración para «acallar el ruido de la mente». El problema es que en cada lugar se respira de una manera distinta. Yo nací en esta ciudad ruidosa y no aprendí a respirar bien inmediatamente. Me metieron en una incubadora y después de unas horas en observación los doctores decidieron que ya aprendería solo y me mandaron a casa. Pero no aprendí solo. En la escuela se me olvidaba respirar correctamente. El asma me llevó a otra ciudad, más cálida, con menor altitud, más callada entonces —y quizás también ahora—. Y en cada ciudad donde he vivido —entre el griterío madrileño o en la muy callada ciudad del norte de la que hablé antes— he tenido que aprender a respirar de nuevo. Pero en la Ciudad de México no termino de aprender nunca. Retengo el aire un minuto entero y luego resoplo agitadamente, tomo tres o cuatro bocanadas grandes y después otra vez en vilo, conteniendo la respiración sin darme cuenta. Soy, un poco, como alguien que no sabe nadar, sólo que fuera del agua.
Este ritmo entrecortado con el que respiro hace un sonido propio del que pierdo consciencia. A veces, mientras leo, mi esposa me dice «estás respirando muy fuerte» y entonces caigo en cuenta de que estoy haciendo muchísimo ruido, respirando como un perro que tiene pesadillas o como un cerdo que alguien intenta desplazar a empellones. No una respiración constante que deviene, en la hipnosis de la lectura, zumbido, sino una respiración con prisa, que tropieza y se atasca y genera una música deleznable.
Ésa es la música de que estoy vivo.
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En la ciudad del norte, del demasiado norte, respiraba distinto, como si todo fuera a llegar a mí aunque no hiciera nada —como si el aire, ay, no faltara nunca, ni siquiera en aquel departamento cerrado al vacío—. Mi respiración era un dispositivo inconsútil y ajeno, como las constelaciones. Me transportaba de un lado a otro como un automóvil inteligente. Aquí, en cambio, parece que conduzco una podadora, una máquina sucia de toscas bugías que puede cortarte una mano si te descuidas.
Mi silencio es una burbuja al interior de esa máquina (fantasma en ella); una burbuja que flota y sobrevive milagrosamente, a punto de reventarse siempre contra el metal herrumbroso.