Reproducimos, a continuación, las páginas iniciales del libro Mingus & Mingus, de Sue Graham, publicado por la Cifra Editorial y traducido por Elisa Corona Aguilar, a quienes agradecemos la autorización para publicar este adelanto.
Traducción: Elisa Corona Aguilar
Prólogo
«Por supuesto, él sabe que de principio a fin todos se referirán
a él como a un loco, precisamente por ser lo contrario de un loco».
Thomas Bernhard, The Lime Works
En la villa sagrada de Rishikesh en el norte de la India, una madrugada fría de enero antes del amanecer, esparcí las cenizas de Charles Mingus en el Ganges tal como él me había pedido que lo hiciera, sumergiéndome yo misma con ellas en el río helado de acuerdo a la tradición hinduista, la cual asegura que el aire purificador bajo la cordillera oscura de los Himalayas es propicio para la vida del espíritu y su reencarnación. Él lo creía así. Caminé hacia mi pequeña casa de una sola habitación en el Ganges, temblando y escurriendo agua sobre la arena; imaginé que un día clavaría un pequeño letrero con su nombre en el marco de la entrada, con sus fechas de vida y muerte, y el título de una de sus canciones, «Tonight at Noon» («Esta noche al mediodía»). Era una frase de músicos para hablar del desplazamiento de la hora de un concierto, las horas de trabajo cuando todo está patas arriba, una forma de aceptar cómo el orden de las cosas se invierte; pensé que tal vez se referiría también a la nueva vida que él ya había imaginado.
Mientras caminaba por la playa recordé algo que él dijo sobre Charlie Parker: «¿Sabes?, estaba pensando en la muerte de Bird…». Charles y yo estábamos afuera en el patio de nuestro último hogar, en México, calentándonos al sol. «Cuando Bird murió, hubo ese sonido torrencial. Fue una muerte feliz. Me sentí bien al respecto. Como si todo estuviera bien, como si Bird hubiera muerto para cuidar de un montón de tipos más…». Se rio. «¡Probablemente los beboppers!».
«¿Sabes?, la música de Bird era muy intuitiva», continuó. «Había algo de sagrado en ella. No sé si provenía del diablo o de los ángeles, pero la música en sí era casi sobrehumana. Recuerdo que una vez estaba hablando con él sobre budismo, él sabía todo sobre el tema, y él me estaba diciendo cosas sobre yoga y Buda, y entonces de pronto vio cómo el dueño del club le hizo una señal y entonces me dijo: “Bueno, es tiempo de irme. Terminemos la discusión en el escenario”».
Charles se quedó callado, recordando:
«Eso es lo que dijo», repitió. «Dijo “terminemos la discusión en el escenario”… Siempre supe que Bird era tan supersticioso como yo cuando se trataba de la música».
***
Dos semanas antes, una tarde nublada de enero, cincuenta y seis ballenas cachalote nadaron sobre la costa poco profunda de Baja California, al noroeste de México; se lanzaron a la orilla como un monstruoso maremoto y murieron en la playa. Varios cientos de kilómetros al Este, en un pequeño pueblo llamado Cuernavaca, mi esposo, Charles Mingus, murió esa misma tarde, a los cincuenta y seis años de edad. Al día siguiente, Mingus y las ballenas fueron consumidos por el fuego: Mingus, en un crematorio en las afueras de la Ciudad de México; las ballenas, en piras funerarias a lo largo de la costa.
Mingus habría apreciado la coincidencia. Después de todo, era un hombre de presagios y sin duda habría evocado el misterioso trueno en un cielo despejado el día en que Charlie Parker falleció. Había contado esa historia muchas veces, cómo iba él cargando su contrabajo por la Quinta Avenida hacia una sesión de grabación aquella tarde, el 12 de marzo de 1955, cuando Bird murió; cómo él miró hacia arriba al sol resplandeciente y escuchó los cielos retumbar. Y aunque tiempo después dijo que tal vez había escuchado el trueno en su cabeza, en realidad no importaba. Él sabía que Bird se había ido, volando con ese crujir de trueno, tal como yo supe que Mingus se fue con las ballenas.
***
El día después de que Charles murió, su segundo hijo, Eugene, y yo estábamos sentados bajo la chimenea del crematorio en un viejo panteón mexicano y mirábamos el humo marrón elevarse en espiral hacia el Este. «Va en dirección correcta», dijo Eugene, asintiendo con la cabeza hacia el cielo. Eugene sabía que en menos de una semana yo seguiría al humo en mi viaje hacia el Este, a una villa sagrada a los pies de los Himalayas para esparcir las cenizas de su padre en el Río Ganges.
Supuse que parte de la razón por la cual Charles me pidió llevar sus cenizas a una parte lejana del mundo fue para evitar a los dueños de los clubes y a los agentes, a los gángsters y promotores que lo habían fastidiado durante toda su carrera; después de todo, para su espíritu, ese tránsito silencioso de este mundo al otro requería de distancia (al otro lado de la tierra, si era necesario), lejos del ajetreo de éstos y su interferencia. En eventos importantes, siempre se mantenía reservado. Detrás del escenario antes de un concierto, por ejemplo, meditaba en soledad. Le conté a Eugene cómo una noche en el Village Vanguard, un club de jazz en Nueva York donde el camerino era una cocina y los mismos de siempre estaban ahí dentro, de fiesta, él había gritado que sólo Bird entendía el lado espiritual de la música.
Eugene y yo estábamos sentados uno al lado del otro, compartiendo pedazos de recuerdos, tratando de intimar; lo había conocido sólo una vez antes de que llegara a México a cuidar a su padre y a ayudar a compensar la guardia siempre cambiante de enfermeros poco confiables que eran enviados volando hasta México desde una agencia en San Francisco y que rara vez se quedaban más de unas pocas semanas. Meses antes, en Nueva York, Charles había sido diagnosticado con una enfermedad terminal del sistema nervioso llamada esclerosis lateral amiotrófica, popularmente conocida como Mal de Lou Gehrig, y le habían dado de tres a seis meses de vida. Para cuando llegamos a México, en busca de una cura milagrosa, guiados por una bruja y curandera prominente llamada Pachita, Charles ya estaba viviendo tiempo extra. Entonces mandó llamar a su hijo. Eugene era fuerte, su familia, y necesitábamos toda la ayuda que pudiéramos tener con el caso difícil de Charles, cosa que siempre decían todas las agencias de enfermeros.
Ese mismo día, más temprano, dentro del crematorio, insistí en que abrieran el ataúd para asegurarme de que era realmente Charles quien estaba dentro. Era un país extranjero: estábamos acostumbrados a los percances. Los asistentes retiraron la sábana azul en la que él estaba envuelto y expusieron su cabeza; su párpado derecho estaba abierto. El ojo café claro miraba hacia el frente. Eugene lo cerró y juntó los labios de su padre después de revisar el oro dentro de sus dientes. Él había trabajado en hospitales, me recordó, y se sabía las trampas, las travesuras ocultas que yo no podía imaginar.
Después de que los asistentes bajaron el ataúd por una compuerta hasta la plataforma final, abajo, Eugene se levantó abruptamente y caminó por un largo pasillo como si tuviera un plan. Yo lo seguí hasta el final del corredor donde él se abrió paso por una puerta cerrada, hasta un cuarto arriba de los hornos que parecía ser una pequeña capilla. Mientras yo miraba con curiosidad, él comenzó a explorar entre la luz tenue. Durante todos los meses que trabajamos juntos nunca estuve segura de saber qué pasaba por su mente. Ahora me preguntaba si había ido ahí dentro para rezar, o si había planeado llevarse algún objeto oculto en su manga, o si después de todo sólo quería pasar el tiempo antes de que comenzara la cremación.
Muy pronto Eugene descubrió un viejo piano en una esquina del cuarto, lo abrió y comenzó a improvisar para su padre, que yacía allá abajo, algunos acordes sueltos, vacilantes. Sin embargo, muy pronto esos tenues acordes saltaron libres y Eugene montó el ritmo en los talones, de pie frente al teclado descubierto, con sus tiesos pantalones de mezclilla, tarareando con voz ronca como Major Holly hablando a su bajo, resolviendo nota tras nota mientras se acompañaba a sí mismo con las teclas.
Me quedé en las sombras cerca del piano, reflexionando sobre ese atrevimiento de Eugene, preguntándome si era una protesta, una respuesta engreída, improvisada, a la confusión que trajo a su mundo el complejo hombre que había sido su padre. O si era una espontánea despedida, un último intercambio unilateral que crecía y resonaba en las paredes de la capilla. Y entonces, mientras yo escuchaba, una puerta se abrió de golpe detrás del altar y un sacerdote entró de súbito. El sacerdote se detuvo en el portal por un momento mientras sus ojos asombrados se ajustaban a la luz. Hasta que al final nos vio en la esquina, miró a Eugene, perdido en los sublevados coros de su canción. El sacerdote levantó un pálido brazo desde los pliegues de su enorme túnica negra y, temblando de indignación, nos corrió del cuarto.
—¡Fuera! —gritó el sacerdote. Y otra vez—: ¡Afuera!
Eugene cerró la tapa del piano con cuidado. «Sólo estaba haciendo mi tributo», dijo quedamente sobre su hombro mientras salíamos del cuarto. Después agregó con un encogimiento de hombros, «¡mi tributo hecho de nada!».
Expulsados del santuario, Eugene y yo nos sentamos silenciosa y reflexivamente debajo de la chimenea del crematorio. La intimidad de la enfermedad con su urgencia y su pasión y el nuevo entendimiento que nos habíamos visto forzados a establecer durante medio año aún rivalizaba con los conflictos familiares del pasado. Habían pasado treinta años desde que Charles se había separado de la madre de Eugene, Jeanne. Eugene apenas si había conocido a su padre, un hombre impulsado por el arte y por sus apetitos, cuya vida había transcurrido en gran parte de gira. Ahora, en México, habíamos vivido y viajado juntos, éramos una suerte de familia en camioneta, cruzando por las montañas y los valles y las zonas volcánicas, asociándonos con brujas, preparando elíxires de sangre de iguana, cosechando miles de caracoles en las elegantes paredes del baño de nuestra villa, almacenando compresas de estiércol en el refrigerador, atestiguando operaciones vudú con cuchillos que brillaban en la oscuridad. Por las noches, acelerábamos por caminos iluminados únicamente por la luna en una camioneta acondicionada para que Charles, paralizado en su silla de ruedas, pudiera mecerse hasta dormir. Durante el día, Eugene permanecía erguido junto a la silla de su padre: fuerte, complicado, lacónico, divertido, sus sentimientos imposibles de calibrar. Por ratos la mariguana que fumaba relajaba su humor, otras veces lo retraía. Padre e hijo. Enfermero y paciente. Compinches al fin juntos.
«Teníamos un repertorio», dijo Eugene una tarde a su padre mientras le daba un masaje y le contaba historias, hablando sobre su anterior colega en el negocio de la grasa en Los Angeles, describiendo los días de rellenar barriles de aceite en Chinatown, arriesgando negocios turbios por la noche y trabajando por poco dinero.
Yo me reí.
—Una relación, querrás decir.
—Los niggers dicen repertorio —respondió Charles de inmediato—. Eso es lo que quieren decir. Él sabe de lo que habla.
Compinches al fin juntos, discutiendo sobre dinero, compartiendo bromas, comprometidos en un juego de jalar la cuerda, con sus intercambios crípticos o provocadores, rara vez bajando la guardia. Años antes, Eugene se había quedado atrás. Ahora, al menos físicamente, estaba de vuelta en el juego y a cargo. Había veces en que uno podía sentir los conflictos oscuros e irresueltos entre ellos. Otras veces, a pesar de tanto bagaje del pasado, había momentos de luminosa trascendencia que borraban todo lo demás, dulces y breves lapsos que ponían de lado sus agendas personales.
Una tarde Charles se quejaba a su estilo:
—Pude haberme recuperado —me reprochaba—. Tengo los enfermeros equivocados. Necesito un equipo. Gente que crea.
—Nosotros creemos —dije yo.
—Eugene dice que yo creo en brujas. Dice que Pachita tiene gente loca a su alrededor con gusto por los cuchillos y que quieren que los corten, aunque podrían reponerse sin que los corten…
—No importa lo que diga Eugene. Importa lo que tú crees.
—Se fue a la Ciudad de México. Me dejó la noche de la operación. No cree que pueda curarme.
—Sí que lo cree. Quiere que camines, él cree —insistí.
Esa noche Eugene levantó de manera milagrosa a Charles fuera de su cama sin la ayuda de la elevadora Hoyer, lo hizo girar sobre sus propios pies y lo hizo dar dos o tres pasos titubeantes. Después, en vez de ponerlo directamente en la silla, Eugene lo sostuvo de pie. Charles comenzó a arquear la espalda mientras yo colocaba sus manos sobre los hombros de Eugene para que se apoyara y lo ayudé a levantar la cabeza, hasta que finalmente pudo mantenerla erguida él solo. Levantó la cabeza más y más en alto y entonces, llevándola hacia atrás, la levantó aún más, sus ojos girando hacia atrás, su cuello estirándose hasta que, mientras lo mirábamos, conmovidos por su inmensa emoción y por la nuestra, lo vimos de pie otra vez, como un hombre. Pensé en la música que había escrito hacía tiempo, «Pithecanthropus Erectus», sobre lo que sentía hacia el primer hombre en la tierra que se había erguido triunfante en sus dos pies. Ahora, mientras nosotros lo observábamos, Charles dijo en voz alta mirando hacia el cielo: «¿Dónde he estado?».
Vi los ojos de Eugene brillar mientras sostenía a su padre y supe que en ese momento él creía.
***
En el cementerio, Eugene permaneció junto a mí. «Todavía tenemos el ataúd», me dijo. «Quiero decir, está pagado. Es una lástima que se pierda. Estaba pensando que tal vez se lo enviaría a casa a mi tía».
«No es muy buen regalo», dije de inmediato. Estaba acostumbrada a sus caprichos. La mayoría de sus inventos inspirados en nombre de Charles habían surgido de esos caprichos. Supuse que quería el ataúd como un almacén secreto para transportar a casa las plantas de mariguana que había cultivado durante todo el verano. Su gusto por la mota se había convertido en una obsesión conforme los días empeoraban y la enfermedad de Charles crecía y maduraba igual que la hierba. Yo solía imaginar que sus actividades de cosecha lo ayudaban a sostenerse durante nuestras noches de enfermedad, anticipando las horas llenas de sol del día siguiente, cuando llevaría una nueva savia o jarabe a sus plantas, silbando y trotando entre los campos. Imaginaba que esas plantas brillaban en su mente durante nuestros maratones de enfermedad, al pie de la cama, aunque no lo sabía de cierto.
—Es un regalo horroroso —dije.
Él estaba mirando la chimenea del crematorio, contando distraídamente los ladrillos.
—Cierto —reflexionó— y tal vez haya problema en aduana.
—O sobrepeso…
Se recargó en la pared, desechando la idea con tanta facilidad como la había concebido. Juntos observamos el humo oscuro marrón subiendo hacia el este durante dos horas y media, un humo que se volvía más claro conforme pasaba el tiempo, fuego consumiendo huesos, el humo tornándose blanco y más blanco, finalmente de un blanco puro. Charles hubiera tenido algo que decir al respecto de eso, pensé yo.
Recordé una conversación poco antes de que Charles y yo nos fuéramos de Nueva York. Estábamos sentados juntos en nuestro pequeño balcón, sobre la Avenida 10, al atardecer, mirando el sol ocultarse detrás de Nueva Jersey. Él ya sabía que se estaba muriendo.
—Tal vez vuelva a la tierra como alguien más —dijo mientras miraba al otro lado del río—. Estaré en algún lugar, sin ningún renombre, practicando con mi chelo —se rio—. Y estudiando Bach, Beethoven, y Mingus…
”Ya tuve la cuestión física, ¿sabes? La próxima vez quiero ser una estrella. Quiero brillar toda la noche. Una estrella se queda ahí arriba hasta que se consume y se convierte en otra cosa. Si salgo de ésta, tendré mucho que decir. Pero sólo por si acaso… quiero ser enterrado en el Ganges. En realidad no quiero regresar.
Se quedó en silencio. Me abrazó con su brazo bueno, el que todavía podía usar para golpear su silla de ruedas en un lado cuando quería marcar el ritmo.
—He tenido un montón de karmas, nena —dijo—. En realidad soy un gato tonto. En realidad no sé gran cosa de música, viene de Dios, toda ella. Dios es vida eterna.
Acababa de hablar por teléfono con su amigo Booker, el sastre, acerca de los textos de Swami Vivekananda y las parábolas hindúes. Booker también se estaba muriendo.
«Esos gatos tenían más que decir», le había dicho a Booker, ambos en sus hogares distantes, tratando de darle sentido a las cosas, Mingus en su silla de ruedas en nuestro departamento en Manhattan, Booker reposando en su cama en Queens. «Son los únicos que me convencieron; su religión es abierta y democrática, alaban a todos los profetas. ¡No hay prejuicio alguno!».
Booker se había reído. Él y Charles habían sido amigos desde los sesentas, mucho antes de que Booker fuera a la cárcel por defender su pequeña tienda de ropa en Avenida B con un cuchillo, hiriendo a uno de los vecinos extorsionistas que de manera regular lo detenía para pedirle efectivo; lo hizo de forma tan hábil y bien merecida —según decían algunos— como cuando una vez, en la parte de atrás de su tienda, mató a una rata en su tabla de planchar con unas tijeras. En aquellos días, Booker diseñaba dashikis africanos para los líderes de la nueva conciencia negra, muchos de los cuales vivían o trabajaban cerca. En la misma cuadra, el activista Rap Brown llevaba a cabo juntas políticas en el cuarto de atrás del Restaurante Bunch. El líder de los derechos civiles, Stokely Carmichael, iba para almorzar ahí. Booker llamaba su línea de ropa La nueva raza, y Charles era uno de sus fieles clientes. Ahora Booker había sido liberado de la prisión de Ossining; tenía tuberculosis y así moriría en casa.
Booker rio de nuevo; le recordó a Charles los viejos tiempos, noches largas en el escenario cuando Mingus gritaba como matraca los nombres de todos los profetas en un arrebato: «¡Buda! ¡Moisés! ¡Krishna! ¡Confucio! ¡Mohammed! ¡y‑y-y Jeeee-su-Cristo!». Después miraba a la audiencia y gritaba una vez más: «¡¡Todos los profetas!!».
—Oh, sí —respondía Mingus. Él también se reía—. Tan pronto como leí Vivekananda tuve una revelación, a pesar de haber sido criado en una iglesia occidental. ¿Sabes?, mi amigo Farwell Taylor solía llevarme cuando era joven a la Sociedad Vedanta. Encontré más verdad en lo que ellos decían que en cualquier cosa de la escena de la santidad o la metodista. Quiero decir, la mayoría de la gente está tan contaminada por el sistema político, la iglesia y los gángsters que ya no saben lo que es la vida, hombre. No tienen tiempo de averiguarlo.
Ambos estaban sedados y hablaban con voz gruesa.
—Iré en mi silla de ruedas y te llevaré algo de pay —prometió Charles a Booker. Después de una larga pausa, siguió—: No tienen cura para lo que tengo, pero voy a salir de esta cama. Voy a salir de esta cama. Voy a salir de esta cama. Voy a morir de pie. Ok, bebé, te amo. Te dejo.
***
En el cementerio, Arturo y Jesús se reunieron conmigo y Eugene; eran dos enfermeros mexicanos que habían ido a dar su pésame. Se sentaron en enormes piedras blancas unos metros más lejos, hablando quedamente en español mientras el humo de sus cigarros se enredaba en el aire, mezclándose con el humo del crematorio allá arriba. Arturo, quien había sido nuestra fuerza por tantos meses, quien se había mantenido de pie, enorme, en los cuartos de enfermo de nuestra villa, se veía ahora pálido y pequeño en su camisa de mangas bajo el cielo abierto. Finalmente, un hombre de pantalones holgados y una gorra blanca manchada llegó desde el crematorio cargando la caja con las cenizas. Eugene y yo transferimos las cenizas a una pequeña urna, tocando con nuestros dedos el contenido tibio, inspeccionándolo en busca de pedazos de cráneo y hueso como requería la tradición hindú, mientras cada uno de nosotros, con la mentalidad obsesiva, con el celo lunático de los que han perdido a alguien, pensaba en quedarse con algo, con un souvenir.
—Espero que no te hayas quedado con nada —le dije después a Eugene con aspereza.
—Lo pensé —admitió él—. Pero no quiero que reencarne incompleto. No quiero que le falte un dedo de la mano o del pie.
Eugene y yo manejamos en silencio de regreso por las montañas, al anochecer; un viento fuerte doblaba los árboles y mecía la camioneta. En vez de Charles amarrado atrás de nosotros en su silla de ruedas, sólo había ahora una urna de metal. La metamorfosis era demasiado grande para hablar de ella.