Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Mingus & Mingus

Repro­du­ci­mos, a con­ti­nua­ción, las pági­nas ini­cia­les del libro Min­gus & Min­gus, de Sue Graham, publi­ca­do por la Cifra Edi­to­rial y tra­du­ci­do por Eli­sa Coro­na Agui­lar, a quie­nes agra­de­ce­mos la auto­ri­za­ción para publi­car este adelanto.

Guy Le Que­rrec, “Char­les Min­gus en el aero­puer­to de Mar­se­lla, Fran­cia, 19 de agos­to de 1976”.
Traducción: Elisa Corona Aguilar

Prólogo

«Por supues­to, él sabe que de prin­ci­pio a fin todos se referirán
a él como a un loco, pre­ci­sa­men­te por ser lo con­tra­rio de un loco».

Tho­mas Bernhard, The Lime Works

En la villa sagra­da de Rishi­kesh en el nor­te de la India, una madru­ga­da fría de enero antes del ama­ne­cer, espar­cí las ceni­zas de Char­les Min­gus en el Gan­ges tal como él me había pedi­do que lo hicie­ra, sumer­gién­do­me yo mis­ma con ellas en el río hela­do de acuer­do a la tra­di­ción hin­duis­ta, la cual ase­gu­ra que el aire puri­fi­ca­dor bajo la cor­di­lle­ra oscu­ra de los Hima­la­yas es pro­pi­cio para la vida del espí­ri­tu y su reen­car­na­ción. Él lo creía así. Cami­né hacia mi peque­ña casa de una sola habi­ta­ción en el Gan­ges, tem­blan­do y escu­rrien­do agua sobre la are­na; ima­gi­né que un día cla­va­ría un peque­ño letre­ro con su nom­bre en el mar­co de la entra­da, con sus fechas de vida y muer­te, y el títu­lo de una de sus can­cio­nes, «Tonight at Noon» («Esta noche al medio­día»). Era una fra­se de músi­cos para hablar del des­pla­za­mien­to de la hora de un con­cier­to, las horas de tra­ba­jo cuan­do todo está patas arri­ba, una for­ma de acep­tar cómo el orden de las cosas se invier­te; pen­sé que tal vez se refe­ri­ría tam­bién a la nue­va vida que él ya había imaginado.

Mien­tras cami­na­ba por la pla­ya recor­dé algo que él dijo sobre Char­lie Par­ker: «¿Sabes?, esta­ba pen­san­do en la muer­te de Bird…». Char­les y yo está­ba­mos afue­ra en el patio de nues­tro últi­mo hogar, en Méxi­co, calen­tán­do­nos al sol. «Cuan­do Bird murió, hubo ese soni­do torren­cial. Fue una muer­te feliz. Me sen­tí bien al res­pec­to. Como si todo estu­vie­ra bien, como si Bird hubie­ra muer­to para cui­dar de un mon­tón de tipos más…». Se rio. «¡Pro­ba­ble­men­te los bebop­pers!».

«¿Sabes?, la músi­ca de Bird era muy intui­ti­va», con­ti­nuó. «Había algo de sagra­do en ella. No sé si pro­ve­nía del dia­blo o de los ánge­les, pero la músi­ca en sí era casi sobre­hu­ma­na. Recuer­do que una vez esta­ba hablan­do con él sobre budis­mo, él sabía todo sobre el tema, y él me esta­ba dicien­do cosas sobre yoga y Buda, y enton­ces de pron­to vio cómo el due­ño del club le hizo una señal y enton­ces me dijo: “Bueno, es tiem­po de irme. Ter­mi­ne­mos la dis­cu­sión en el escenario”».

Char­les se que­dó calla­do, recordando:

«Eso es lo que dijo», repi­tió. «Dijo “ter­mi­ne­mos la dis­cu­sión en el esce­na­rio”… Siem­pre supe que Bird era tan supers­ti­cio­so como yo cuan­do se tra­ta­ba de la música».

***

Dos sema­nas antes, una tar­de nubla­da de enero, cin­cuen­ta y seis balle­nas cacha­lo­te nada­ron sobre la cos­ta poco pro­fun­da de Baja Cali­for­nia, al noroes­te de Méxi­co; se lan­za­ron a la ori­lla como un mons­truo­so mare­mo­to y murie­ron en la pla­ya. Varios cien­tos de kiló­me­tros al Este, en un peque­ño pue­blo lla­ma­do Cuer­na­va­ca, mi espo­so, Char­les Min­gus, murió esa mis­ma tar­de, a los cin­cuen­ta y seis años de edad. Al día siguien­te, Min­gus y las balle­nas fue­ron con­su­mi­dos por el fue­go: Min­gus, en un cre­ma­to­rio en las afue­ras de la Ciu­dad de Méxi­co; las balle­nas, en piras fune­ra­rias a lo lar­go de la costa.

Min­gus habría apre­cia­do la coin­ci­den­cia. Des­pués de todo, era un hom­bre de pre­sa­gios y sin duda habría evo­ca­do el mis­te­rio­so trueno en un cie­lo des­pe­ja­do el día en que Char­lie Par­ker falle­ció. Había con­ta­do esa his­to­ria muchas veces, cómo iba él car­gan­do su con­tra­ba­jo por la Quin­ta Ave­ni­da hacia una sesión de gra­ba­ción aque­lla tar­de, el 12 de mar­zo de 1955, cuan­do Bird murió; cómo él miró hacia arri­ba al sol res­plan­de­cien­te y escu­chó los cie­los retum­bar. Y aun­que tiem­po des­pués dijo que tal vez había escu­cha­do el trueno en su cabe­za, en reali­dad no impor­ta­ba. Él sabía que Bird se había ido, volan­do con ese cru­jir de trueno, tal como yo supe que Min­gus se fue con las ballenas.

***

El día des­pués de que Char­les murió, su segun­do hijo, Euge­ne, y yo está­ba­mos sen­ta­dos bajo la chi­me­nea del cre­ma­to­rio en un vie­jo pan­teón mexi­cano y mirá­ba­mos el humo marrón ele­var­se en espi­ral hacia el Este. «Va en direc­ción correc­ta», dijo Euge­ne, asin­tien­do con la cabe­za hacia el cie­lo. Euge­ne sabía que en menos de una sema­na yo segui­ría al humo en mi via­je hacia el Este, a una villa sagra­da a los pies de los Hima­la­yas para espar­cir las ceni­zas de su padre en el Río Ganges.

Supu­se que par­te de la razón por la cual Char­les me pidió lle­var sus ceni­zas a una par­te leja­na del mun­do fue para evi­tar a los due­ños de los clu­bes y a los agen­tes, a los gángs­ters y pro­mo­to­res que lo habían fas­ti­dia­do duran­te toda su carre­ra; des­pués de todo, para su espí­ri­tu, ese trán­si­to silen­cio­so de este mun­do al otro reque­ría de dis­tan­cia (al otro lado de la tie­rra, si era nece­sa­rio), lejos del aje­treo de éstos y su inter­fe­ren­cia. En even­tos impor­tan­tes, siem­pre se man­te­nía reser­va­do. Detrás del esce­na­rio antes de un con­cier­to, por ejem­plo, medi­ta­ba en sole­dad. Le con­té a Euge­ne cómo una noche en el Villa­ge Van­guard, un club de jazz en Nue­va York don­de el came­rino era una coci­na y los mis­mos de siem­pre esta­ban ahí den­tro, de fies­ta, él había gri­ta­do que sólo Bird enten­día el lado espi­ri­tual de la música.

Euge­ne y yo está­ba­mos sen­ta­dos uno al lado del otro, com­par­tien­do peda­zos de recuer­dos, tra­tan­do de inti­mar; lo había cono­ci­do sólo una vez antes de que lle­ga­ra a Méxi­co a cui­dar a su padre y a ayu­dar a com­pen­sar la guar­dia siem­pre cam­bian­te de enfer­me­ros poco con­fia­bles que eran envia­dos volan­do has­ta Méxi­co des­de una agen­cia en San Fran­cis­co y que rara vez se que­da­ban más de unas pocas sema­nas. Meses antes, en Nue­va York, Char­les había sido diag­nos­ti­ca­do con una enfer­me­dad ter­mi­nal del sis­te­ma ner­vio­so lla­ma­da escle­ro­sis late­ral amio­tró­fi­ca, popu­lar­men­te cono­ci­da como Mal de Lou Geh­rig, y le habían dado de tres a seis meses de vida. Para cuan­do lle­ga­mos a Méxi­co, en bus­ca de una cura mila­gro­sa, guia­dos por una bru­ja y curan­de­ra pro­mi­nen­te lla­ma­da Pachi­ta, Char­les ya esta­ba vivien­do tiem­po extra. Enton­ces man­dó lla­mar a su hijo. Euge­ne era fuer­te, su fami­lia, y nece­si­tá­ba­mos toda la ayu­da que pudié­ra­mos tener con el caso difí­cil de Char­les, cosa que siem­pre decían todas las agen­cias de enfermeros.

Ese mis­mo día, más tem­prano, den­tro del cre­ma­to­rio, insis­tí en que abrie­ran el ataúd para ase­gu­rar­me de que era real­men­te Char­les quien esta­ba den­tro. Era un país extran­je­ro: está­ba­mos acos­tum­bra­dos a los per­can­ces. Los asis­ten­tes reti­ra­ron la sába­na azul en la que él esta­ba envuel­to y expu­sie­ron su cabe­za; su pár­pa­do dere­cho esta­ba abier­to. El ojo café cla­ro mira­ba hacia el fren­te. Euge­ne lo cerró y jun­tó los labios de su padre des­pués de revi­sar el oro den­tro de sus dien­tes. Él había tra­ba­ja­do en hos­pi­ta­les, me recor­dó, y se sabía las tram­pas, las tra­ve­su­ras ocul­tas que yo no podía imaginar.

Des­pués de que los asis­ten­tes baja­ron el ataúd por una com­puer­ta has­ta la pla­ta­for­ma final, aba­jo, Euge­ne se levan­tó abrup­ta­men­te y cami­nó por un lar­go pasi­llo como si tuvie­ra un plan. Yo lo seguí has­ta el final del corre­dor don­de él se abrió paso por una puer­ta cerra­da, has­ta un cuar­to arri­ba de los hor­nos que pare­cía ser una peque­ña capi­lla. Mien­tras yo mira­ba con curio­si­dad, él comen­zó a explo­rar entre la luz tenue. Duran­te todos los meses que tra­ba­ja­mos jun­tos nun­ca estu­ve segu­ra de saber qué pasa­ba por su men­te. Aho­ra me pre­gun­ta­ba si había ido ahí den­tro para rezar, o si había pla­nea­do lle­var­se algún obje­to ocul­to en su man­ga, o si des­pués de todo sólo que­ría pasar el tiem­po antes de que comen­za­ra la cremación.

Muy pron­to Euge­ne des­cu­brió un vie­jo piano en una esqui­na del cuar­to, lo abrió y comen­zó a impro­vi­sar para su padre, que yacía allá aba­jo, algu­nos acor­des suel­tos, vaci­lan­tes. Sin embar­go, muy pron­to esos tenues acor­des sal­ta­ron libres y Euge­ne mon­tó el rit­mo en los talo­nes, de pie fren­te al tecla­do des­cu­bier­to, con sus tie­sos pan­ta­lo­nes de mez­cli­lla, tara­rean­do con voz ron­ca como Major Holly hablan­do a su bajo, resol­vien­do nota tras nota mien­tras se acom­pa­ña­ba a sí mis­mo con las teclas.

Me que­dé en las som­bras cer­ca del piano, refle­xio­nan­do sobre ese atre­vi­mien­to de Euge­ne, pre­gun­tán­do­me si era una pro­tes­ta, una res­pues­ta engreí­da, impro­vi­sa­da, a la con­fu­sión que tra­jo a su mun­do el com­ple­jo hom­bre que había sido su padre. O si era una espon­tá­nea des­pe­di­da, un últi­mo inter­cam­bio uni­la­te­ral que cre­cía y reso­na­ba en las pare­des de la capi­lla. Y enton­ces, mien­tras yo escu­cha­ba, una puer­ta se abrió de gol­pe detrás del altar y un sacer­do­te entró de súbi­to. El sacer­do­te se detu­vo en el por­tal por un momen­to mien­tras sus ojos asom­bra­dos se ajus­ta­ban a la luz. Has­ta que al final nos vio en la esqui­na, miró a Euge­ne, per­di­do en los suble­va­dos coros de su can­ción. El sacer­do­te levan­tó un páli­do bra­zo des­de los plie­gues de su enor­me túni­ca negra y, tem­blan­do de indig­na­ción, nos corrió del cuarto.

—¡Fue­ra! —gri­tó el sacer­do­te. Y otra vez—: ¡Afue­ra!

Euge­ne cerró la tapa del piano con cui­da­do. «Sólo esta­ba hacien­do mi tri­bu­to», dijo que­da­men­te sobre su hom­bro mien­tras salía­mos del cuar­to. Des­pués agre­gó con un enco­gi­mien­to de hom­bros, «¡mi tri­bu­to hecho de nada!».

Expul­sa­dos del san­tua­rio, Euge­ne y yo nos sen­ta­mos silen­cio­sa y refle­xi­va­men­te deba­jo de la chi­me­nea del cre­ma­to­rio. La inti­mi­dad de la enfer­me­dad con su urgen­cia y su pasión y el nue­vo enten­di­mien­to que nos había­mos vis­to for­za­dos a esta­ble­cer duran­te medio año aún riva­li­za­ba con los con­flic­tos fami­lia­res del pasa­do. Habían pasa­do trein­ta años des­de que Char­les se había sepa­ra­do de la madre de Euge­ne, Jean­ne. Euge­ne ape­nas si había cono­ci­do a su padre, un hom­bre impul­sa­do por el arte y por sus ape­ti­tos, cuya vida había trans­cu­rri­do en gran par­te de gira. Aho­ra, en Méxi­co, había­mos vivi­do y via­ja­do jun­tos, éra­mos una suer­te de fami­lia en camio­ne­ta, cru­zan­do por las mon­ta­ñas y los valles y las zonas vol­cá­ni­cas, aso­cián­do­nos con bru­jas, pre­pa­ran­do elí­xi­res de san­gre de igua­na, cose­chan­do miles de cara­co­les en las ele­gan­tes pare­des del baño de nues­tra villa, alma­ce­nan­do com­pre­sas de estiér­col en el refri­ge­ra­dor, ates­ti­guan­do ope­ra­cio­nes vudú con cuchi­llos que bri­lla­ban en la oscu­ri­dad. Por las noches, ace­le­rá­ba­mos por cami­nos ilu­mi­na­dos úni­ca­men­te por la luna en una camio­ne­ta acon­di­cio­na­da para que Char­les, para­li­za­do en su silla de rue­das, pudie­ra mecer­se has­ta dor­mir. Duran­te el día, Euge­ne per­ma­ne­cía ergui­do jun­to a la silla de su padre: fuer­te, com­pli­ca­do, lacó­ni­co, diver­ti­do, sus sen­ti­mien­tos impo­si­bles de cali­brar. Por ratos la mari­gua­na que fuma­ba rela­ja­ba su humor, otras veces lo retraía. Padre e hijo. Enfer­me­ro y pacien­te. Com­pin­ches al fin juntos.

«Tenía­mos un reper­to­rio», dijo Euge­ne una tar­de a su padre mien­tras le daba un masa­je y le con­ta­ba his­to­rias, hablan­do sobre su ante­rior cole­ga en el nego­cio de la gra­sa en Los Ange­les, des­cri­bien­do los días de relle­nar barri­les de acei­te en Chi­na­town, arries­gan­do nego­cios tur­bios por la noche y tra­ba­jan­do por poco dinero.

Yo me reí.

—Una rela­ción, que­rrás decir.

—Los nig­gers dicen reper­to­rio —res­pon­dió Char­les de inme­dia­to—. Eso es lo que quie­ren decir. Él sabe de lo que habla.

Com­pin­ches al fin jun­tos, dis­cu­tien­do sobre dine­ro, com­par­tien­do bro­mas, com­pro­me­ti­dos en un jue­go de jalar la cuer­da, con sus inter­cam­bios críp­ti­cos o pro­vo­ca­do­res, rara vez bajan­do la guar­dia. Años antes, Euge­ne se había que­da­do atrás. Aho­ra, al menos físi­ca­men­te, esta­ba de vuel­ta en el jue­go y a car­go. Había veces en que uno podía sen­tir los con­flic­tos oscu­ros e irre­suel­tos entre ellos. Otras veces, a pesar de tan­to baga­je del pasa­do, había momen­tos de lumi­no­sa tras­cen­den­cia que borra­ban todo lo demás, dul­ces y bre­ves lap­sos que ponían de lado sus agen­das personales.

Una tar­de Char­les se que­ja­ba a su estilo:

—Pude haber­me recu­pe­ra­do —me repro­cha­ba—. Ten­go los enfer­me­ros equi­vo­ca­dos. Nece­si­to un equi­po. Gen­te que crea.

—Noso­tros cree­mos —dije yo.

—Euge­ne dice que yo creo en bru­jas. Dice que Pachi­ta tie­ne gen­te loca a su alre­de­dor con gus­to por los cuchi­llos y que quie­ren que los cor­ten, aun­que podrían repo­ner­se sin que los corten…

—No impor­ta lo que diga Euge­ne. Impor­ta lo que tú crees.

—Se fue a la Ciu­dad de Méxi­co. Me dejó la noche de la ope­ra­ción. No cree que pue­da curarme.

—Sí que lo cree. Quie­re que cami­nes, él cree —insis­tí.

Esa noche Euge­ne levan­tó de mane­ra mila­gro­sa a Char­les fue­ra de su cama sin la ayu­da de la ele­va­do­ra Hoyer, lo hizo girar sobre sus pro­pios pies y lo hizo dar dos o tres pasos titu­bean­tes. Des­pués, en vez de poner­lo direc­ta­men­te en la silla, Euge­ne lo sos­tu­vo de pie. Char­les comen­zó a arquear la espal­da mien­tras yo colo­ca­ba sus manos sobre los hom­bros de Euge­ne para que se apo­ya­ra y lo ayu­dé a levan­tar la cabe­za, has­ta que final­men­te pudo man­te­ner­la ergui­da él solo. Levan­tó la cabe­za más y más en alto y enton­ces, lle­ván­do­la hacia atrás, la levan­tó aún más, sus ojos giran­do hacia atrás, su cue­llo esti­rán­do­se has­ta que, mien­tras lo mirá­ba­mos, con­mo­vi­dos por su inmen­sa emo­ción y por la nues­tra, lo vimos de pie otra vez, como un hom­bre. Pen­sé en la músi­ca que había escri­to hacía tiem­po, «Pithe­canth­ro­pus Erec­tus», sobre lo que sen­tía hacia el pri­mer hom­bre en la tie­rra que se había ergui­do triun­fan­te en sus dos pies. Aho­ra, mien­tras noso­tros lo obser­vá­ba­mos, Char­les dijo en voz alta miran­do hacia el cie­lo: «¿Dón­de he estado?».

Vi los ojos de Euge­ne bri­llar mien­tras sos­te­nía a su padre y supe que en ese momen­to él creía.

***

En el cemen­te­rio, Euge­ne per­ma­ne­ció jun­to a mí. «Toda­vía tene­mos el ataúd», me dijo. «Quie­ro decir, está paga­do. Es una lás­ti­ma que se pier­da. Esta­ba pen­san­do que tal vez se lo envia­ría a casa a mi tía».

«No es muy buen rega­lo», dije de inme­dia­to. Esta­ba acos­tum­bra­da a sus capri­chos. La mayo­ría de sus inven­tos ins­pi­ra­dos en nom­bre de Char­les habían sur­gi­do de esos capri­chos. Supu­se que que­ría el ataúd como un alma­cén secre­to para trans­por­tar a casa las plan­tas de mari­gua­na que había cul­ti­va­do duran­te todo el verano. Su gus­to por la mota se había con­ver­ti­do en una obse­sión con­for­me los días empeo­ra­ban y la enfer­me­dad de Char­les cre­cía y madu­ra­ba igual que la hier­ba. Yo solía ima­gi­nar que sus acti­vi­da­des de cose­cha lo ayu­da­ban a sos­te­ner­se duran­te nues­tras noches de enfer­me­dad, anti­ci­pan­do las horas lle­nas de sol del día siguien­te, cuan­do lle­va­ría una nue­va savia o jara­be a sus plan­tas, sil­ban­do y tro­tan­do entre los cam­pos. Ima­gi­na­ba que esas plan­tas bri­lla­ban en su men­te duran­te nues­tros mara­to­nes de enfer­me­dad, al pie de la cama, aun­que no lo sabía de cierto.

—Es un rega­lo horro­ro­so —dije.

Él esta­ba miran­do la chi­me­nea del cre­ma­to­rio, con­tan­do dis­traí­da­men­te los ladrillos.

—Cier­to —refle­xio­nó— y tal vez haya pro­ble­ma en aduana.

—O sobre­pe­so…

Se recar­gó en la pared, dese­chan­do la idea con tan­ta faci­li­dad como la había con­ce­bi­do. Jun­tos obser­va­mos el humo oscu­ro marrón subien­do hacia el este duran­te dos horas y media, un humo que se vol­vía más cla­ro con­for­me pasa­ba el tiem­po, fue­go con­su­mien­do hue­sos, el humo tor­nán­do­se blan­co y más blan­co, final­men­te de un blan­co puro. Char­les hubie­ra teni­do algo que decir al res­pec­to de eso, pen­sé yo.

Recor­dé una con­ver­sa­ción poco antes de que Char­les y yo nos fué­ra­mos de Nue­va York. Está­ba­mos sen­ta­dos jun­tos en nues­tro peque­ño bal­cón, sobre la Ave­ni­da 10, al atar­de­cer, miran­do el sol ocul­tar­se detrás de Nue­va Jer­sey. Él ya sabía que se esta­ba muriendo.

—Tal vez vuel­va a la tie­rra como alguien más —dijo mien­tras mira­ba al otro lado del río—. Esta­ré en algún lugar, sin nin­gún renom­bre, prac­ti­can­do con mi che­lo —se rio—. Y estu­dian­do Bach, Beetho­ven, y Mingus…

”Ya tuve la cues­tión físi­ca, ¿sabes? La pró­xi­ma vez quie­ro ser una estre­lla. Quie­ro bri­llar toda la noche. Una estre­lla se que­da ahí arri­ba has­ta que se con­su­me y se con­vier­te en otra cosa. Si sal­go de ésta, ten­dré mucho que decir. Pero sólo por si aca­so… quie­ro ser ente­rra­do en el Gan­ges. En reali­dad no quie­ro regresar.

Se que­dó en silen­cio. Me abra­zó con su bra­zo bueno, el que toda­vía podía usar para gol­pear su silla de rue­das en un lado cuan­do que­ría mar­car el ritmo.

—He teni­do un mon­tón de kar­mas, nena —dijo—. En reali­dad soy un gato ton­to. En reali­dad no sé gran cosa de músi­ca, vie­ne de Dios, toda ella. Dios es vida eterna.

Aca­ba­ba de hablar por telé­fono con su ami­go Boo­ker, el sas­tre, acer­ca de los tex­tos de Swa­mi Vive­ka­nan­da y las pará­bo­las hin­dúes. Boo­ker tam­bién se esta­ba muriendo.

«Esos gatos tenían más que decir», le había dicho a Boo­ker, ambos en sus hoga­res dis­tan­tes, tra­tan­do de dar­le sen­ti­do a las cosas, Min­gus en su silla de rue­das en nues­tro depar­ta­men­to en Manhat­tan, Boo­ker repo­san­do en su cama en Queens. «Son los úni­cos que me con­ven­cie­ron; su reli­gión es abier­ta y demo­crá­ti­ca, ala­ban a todos los pro­fe­tas. ¡No hay pre­jui­cio alguno!».

Boo­ker se había reí­do. Él y Char­les habían sido ami­gos des­de los sesen­tas, mucho antes de que Boo­ker fue­ra a la cár­cel por defen­der su peque­ña tien­da de ropa en Ave­ni­da B con un cuchi­llo, hirien­do a uno de los veci­nos extor­sio­nis­tas que de mane­ra regu­lar lo dete­nía para pedir­le efec­ti­vo; lo hizo de for­ma tan hábil y bien mere­ci­da —según decían algu­nos— como cuan­do una vez, en la par­te de atrás de su tien­da, mató a una rata en su tabla de plan­char con unas tije­ras. En aque­llos días, Boo­ker dise­ña­ba dashi­kis afri­ca­nos para los líde­res de la nue­va con­cien­cia negra, muchos de los cua­les vivían o tra­ba­ja­ban cer­ca. En la mis­ma cua­dra, el acti­vis­ta Rap Brown lle­va­ba a cabo jun­tas polí­ti­cas en el cuar­to de atrás del Res­tau­ran­te Bunch. El líder de los dere­chos civi­les, Sto­kely Car­mi­chael, iba para almor­zar ahí. Boo­ker lla­ma­ba su línea de ropa La nue­va raza, y Char­les era uno de sus fie­les clien­tes. Aho­ra Boo­ker había sido libe­ra­do de la pri­sión de Ossi­ning; tenía tubercu­losis y así mori­ría en casa.

Boo­ker rio de nue­vo; le recor­dó a Char­les los vie­jos tiem­pos, noches lar­gas en el esce­na­rio cuan­do Min­gus gri­ta­ba como matra­ca los nom­bres de todos los pro­fe­tas en un arre­ba­to: «¡Buda! ¡Moi­sés! ¡Krish­na! ¡Con­fu­cio! ¡Moham­med! ¡y‑y-y Jeeee-su-Cris­to!». Des­pués mira­ba a la audien­cia y gri­ta­ba una vez más: «¡¡Todos los profetas!!».

—Oh, sí —res­pon­día Min­gus. Él tam­bién se reía—. Tan pron­to como leí Vive­ka­nan­da tuve una reve­la­ción, a pesar de haber sido cria­do en una igle­sia occi­den­tal. ¿Sabes?, mi ami­go Far­well Tay­lor solía lle­var­me cuan­do era joven a la Socie­dad Vedan­ta. Encon­tré más ver­dad en lo que ellos decían que en cual­quier cosa de la esce­na de la san­ti­dad o la meto­dis­ta. Quie­ro decir, la mayo­ría de la gen­te está tan con­ta­mi­na­da por el sis­te­ma polí­ti­co, la igle­sia y los gángs­ters que ya no saben lo que es la vida, hom­bre. No tie­nen tiem­po de averiguarlo.

Ambos esta­ban seda­dos y habla­ban con voz gruesa.

—Iré en mi silla de rue­das y te lle­va­ré algo de pay —pro­me­tió Char­les a Boo­ker. Des­pués de una lar­ga pau­sa, siguió—: No tie­nen cura para lo que ten­go, pero voy a salir de esta cama. Voy a salir de esta cama. Voy a salir de esta cama. Voy a morir de pie. Ok, bebé, te amo. Te dejo.

***

En el cemen­te­rio, Artu­ro y Jesús se reu­nie­ron con­mi­go y Euge­ne; eran dos enfer­me­ros mexi­ca­nos que habían ido a dar su pésa­me. Se sen­ta­ron en enor­mes pie­dras blan­cas unos metros más lejos, hablan­do que­da­men­te en espa­ñol mien­tras el humo de sus ciga­rros se enre­da­ba en el aire, mez­clán­do­se con el humo del cre­ma­to­rio allá arri­ba. Artu­ro, quien había sido nues­tra fuer­za por tan­tos meses, quien se había man­te­ni­do de pie, enor­me, en los cuar­tos de enfer­mo de nues­tra villa, se veía aho­ra páli­do y peque­ño en su cami­sa de man­gas bajo el cie­lo abier­to. Final­men­te, un hom­bre de pan­ta­lo­nes hol­ga­dos y una gorra blan­ca man­cha­da lle­gó des­de el cre­ma­to­rio car­gan­do la caja con las ceni­zas. Euge­ne y yo trans­fe­ri­mos las ceni­zas a una peque­ña urna, tocan­do con nues­tros dedos el con­te­ni­do tibio, ins­pec­cio­nán­do­lo en bus­ca de peda­zos de crá­neo y hue­so como reque­ría la tra­di­ción hin­dú, mien­tras cada uno de noso­tros, con la men­ta­li­dad obse­si­va, con el celo luná­ti­co de los que han per­di­do a alguien, pen­sa­ba en que­dar­se con algo, con un sou­ve­nir.

—Espe­ro que no te hayas que­da­do con nada —le dije des­pués a Euge­ne con aspereza.

—Lo pen­sé —admi­tió él—. Pero no quie­ro que reen­car­ne incom­ple­to. No quie­ro que le fal­te un dedo de la mano o del pie.

Euge­ne y yo mane­ja­mos en silen­cio de regre­so por las mon­ta­ñas, al ano­che­cer; un vien­to fuer­te dobla­ba los árbo­les y mecía la camio­ne­ta. En vez de Char­les ama­rra­do atrás de noso­tros en su silla de rue­das, sólo había aho­ra una urna de metal. La meta­mor­fo­sis era dema­sia­do gran­de para hablar de ella.