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Lo majestuoso del género: Robert Barry y los 20,000Hz

Robert Barry, Red Cross (2018), © Kra­kow Wit­kin Gallery

…inclu­so los idio­tas lucen res­pe­ta­bles en silencio. 

—E. Dela­croix.

Quie­ro pre­sen­tar dos cosas, una obra de Robert Barry y una pre­gun­ta, ambas apa­ren­te­men­te sencillas.

«El soni­do encar­na todos los sue­ños que tene­mos res­pec­to de la músi­ca», dice Mor­ton Feld­man. Y no pudo más que hablar de esa mate­ria que defi­ne el géne­ro: «el soni­do for­ma sus pro­pios pla­nos, y de gol­pe no hay más soni­do, no hay más tonos, no hay más sen­ti­mien­tos, ya nada que­da más allá del sig­ni­fi­ca­do de nues­tro pri­mer alien­to». Ese alien­to del que habla, esa géne­sis sus­pen­di­da antes de que el soni­do empie­ce, «esta impre­sión de que es la músi­ca la que escri­be sobre el géne­ro humano, en lugar de ser ella la que está sien­do compuesta».

Una gran sala vacía en una gale­ría, una peque­ña tar­je­ta: Robert Barry (20, 000 Hz), no se logra ver nada más que varios pares de alta­vo­ces, intui­mos la mag­ni­tud ence­rra­da en esta cifra.

Los manua­les dic­tan que el ran­go audi­ble para el humano va de 20 Hz a 20,000 Hz. Este dato nos arro­ja a la sala vacía con un soni­do imper­cep­ti­ble para cual­quie­ra. Una sala que care­ce de todo zan­cu­do dada su aver­sión a estas mag­ni­tu­des sono­ras. Podría nom­brar varios ani­ma­les que no sopor­tan esta fre­cuen­cia. Pen­se­mos en una cáp­su­la asép­ti­ca que solo inclu­ya al más sor­do del rei­no: el humano que pasea por la sala hacien­do su cons­tan­te rui­do, ese rui­do que encar­na los sue­ños que la músi­ca tie­ne de noso­tros. Tene­mos dos cons­tan­tes: los 20, 000 Hz sonan­do y la pro­me­na­de rui­do­sa del humano. La sala de la gale­ría hace majes­tuo­sa esta comu­ni­ca­ción nun­ca antes vista.

¿Los 20,000Hz de Robert Barry en una gale­ría son música?

La evi­den­cia para ras­trear lo que es y lo que no es nos lle­va siem­pre a un pan­tano don­de nin­gún acuer­do se anto­ja per­mi­si­ble. Son con­flic­tos cadu­cos que qui­zás no ten­gan mayor inte­rés en esta épo­ca en la que el géne­ro ya no es mate­ria de deba­te. Lo evi­den­te no es lo más cer­cano a un vere­dic­to y lo insos­pe­cha­do es una cons­tan­te. En estas con­fron­ta­cio­nes no hay fina­les; hay un mano­jo que es lan­za­do de un lugar al otro des­gas­tan­do toda índo­le. Aún así, lle­va­do por el afán neu­ró­ti­co, he de tra­tar de defen­der un pun­to, menos com­ple­jo que el géne­ro pero uni­do a él íntimamente.

Robert Barry tra­ba­ja con la nada, tra­ba­ja con peda­zos de nada para apli­car­los a sitios y téc­ni­cas espe­cí­fi­cas abor­dan­do una con­ver­sa­ción entre ele­men­tos. Uno de ellos, imper­cep­ti­ble, no es obser­va­do, no es escu­cha­do, lo evi­den­cía hacién­do­lo invi­si­ble para poner en jue­go algo más gran­de: nin­guno de los dos espa­cios exis­te. Evo­ca la nada a lo evi­den­te. Suce­de lo inver­so, pone en fal­ta todo el entorno, el len­gua­je. Robert Barry expo­ne una serie de fotos del desier­to en don­de se expul­sa un gas invi­si­ble. Las foto­gra­fías cap­tu­ran un pai­sa­je atur­di­do que empa­ña su sig­ni­fi­ca­do, ambos ele­men­tos son tan­gi­bles, ambos hacen un desier­to autén­ti­co. La expre­sión, lo majes­tuo­so de un pai­sa­je ati­bo­rra­do de infor­ma­ción y de con­vi­ven­cias devie­ne en un ele­men­to invi­si­ble y en la refe­ren­cia de la nada. Barry tra­ba­ja con la nada y hace evi­den­te la falta.

Pre­sien­to lo incré­du­lo en lo cual ha caí­do esta expli­ca­ción. Inten­tar una pre­gun­ta de esta cate­go­ría se acer­ca al absur­do. He de decir que la sala que nos com­pe­te está pla­ga­da de músi­ca, está brin­dan­do una inmen­sa refe­ren­cia. Aquí, el silen­cio cobra un sen­ti­do dis­tin­to, diga­mos, car­ga­do de sig­ni­fi­ca­do. Es per­cep­ti­ble la coer­ción del sis­te­ma: un lla­ma­do a que no se escu­che, un ver­da­de­ro fal­se­te que agre­de nues­tra con­di­ción. No se tra­ta de un con­cier­to, no hay un intér­pre­te. Hay un idea que se eje­cu­ta. Bas­ta decir que en esta expo­si­ción «el espa­cio sería más ate­rra­dor si se des­cu­brie­ra que es algo obje­ti­vo». No es un con­cier­to, pero vál­ga­me el atre­vi­mien­to para hacer­lo uno: de entra­da y sali­da. No sos­ten­ga­mos una con­ver­sa­ción con la 4’33. Aquí, hay algo más sonan­do. Soni­dos que inter­pre­tan el espa­cio, fre­cuen­cias más altas en fun­ción de la movi­li­dad y loca­li­za­ción de los navíos. Aquí, en esta sala, el soni­do fun­cio­na como tal, asu­me la sala, la ava­la sien­do sala, el humano la ava­la sien­do oyen­te, y su oído no alcan­za a escu­char el menor rastro.

«La posi­bi­li­dad de que el soni­do no sea nada es pro­pia del sonido».

Cuán­tas veces hemos creí­do escu­char algo y cuán­tas otras hemos com­ple­ta­do ese acor­de que nos inco­mo­da: el silen­cio como un pre­sen­te ausen­te. Por ejem­plo, los soni­dos binau­ra­les que con­si­guen que el escu­cha, al pre­sen­ciar dos dife­ren­tes fre­cuen­cias, encuen­tre un soni­do más, un soni­do que «acom­ple­ta». ¿El cere­bro, la psi­que, el oído? La cos­tum­bre de vivir en un cons­tan­te com­ple­tar de soni­dos, de fra­ses, de letras, de fan­tas­mas sono­ros que se creen escu­char, de enmas­ca­ra­mien­tos audi­ti­vos, de soni­dos imper­cep­ti­bles y caden­cias que nun­ca llegan.

Suce­de algo muy pare­ci­do en la escu­cha psi­co­ana­lí­ti­ca, don­de gran par­te de la bús­que­da son gui­ños del incons­cien­te. Sin embar­go, no hay acce­so al mis­mo. En clí­ni­ca el psi­co­ana­lis­ta nun­ca sabe. Escu­cha la fal­ta. En este no saber, en esta escu­cha, se for­ma un ima­gi­na­rio lleno de incer­ti­dum­bres. Pero exis­te una voz que siem­pre inda­ga, habla a par­tir de ese vacío. Un oído que está des­ti­na­do a nun­ca oír, a una impo­si­bi­li­dad de acceso.

En la memo­ria se encuen­tran los más remo­tos soni­dos, los soni­dos que algu­na vez fue­ron nues­tra len­gua, los soni­dos que nos inser­ta­ron en el len­gua­je: en los pri­me­ros años de vida el mun­do exte­rior y el yo aún no son autó­no­mos, el seno materno es par­te del cuer­po del suje­to y no hay sepa­ra­ción que con­ci­ba al mun­do exte­rior y a su pro­pio cuer­po. Lo mis­mo pasa con la voz, la voz de la madre, esa voz que nos habla des­de el pri­mer momen­to; más que ense­ñar­nos a hablar, que mos­trar­nos los soni­dos y las pala­bras, noso­tros somos esa voz, nues­tra pri­me­ra voz hablán­do­se a sí mis­ma. Ésta es la mane­ra de con­ver­tir­se en dis­cur­so, que ya es len­gua­je pro­pio. Aque­lla voz es todos los soni­dos del mundo.

La músi­ca espec­tra­lis­ta en muchos casos uti­li­za los armó­ni­cos natu­ra­les ya inau­di­bles, armó­ni­cos que supe­ran al oído humano, que los hace irre­co­no­ci­bles. Sin embar­go, esos armó­ni­cos ahí están, con­for­man el soni­do. Y los com­po­si­to­res los hacen audi­bles con su músi­ca, acen­túan aque­llo que ya no es posi­ble escu­char tra­yén­do­lo a nues­tro espec­tro. Es una metá­fo­ra teó­ri­ca, una com­po­si­ción que tra­ba­ja con infor­ma­ción inau­di­ble: hablan­do de armo­nías e inamor­mo­nías fan­tas­ma, sis­te­ma­ti­zar las armo­nías en ras­tros invi­si­bles, reto­man­do el lina­je del sonido.

En este ímpe­tu de lo inau­di­ble, las altu­ras arri­ba de los 20, 000Hz no podrían ser expues­tas de otra mane­ra, no tie­nen nin­gún efec­to físi­co como lo son las gra­ves, de 60 Hz para aba­jo. El oído no escu­cha pero el cuer­po sí sien­te. Una pie­za de Mario de Vega tra­ba­ja con estas fre­cuen­cias infra­só­ni­cas, fre­cuen­cias que pue­den lle­gar a ser agre­si­vas, gol­pes de soni­do que no escu­cha­mos. Un con­cier­to de Throb­bing Gristle emplea alta­vo­ces deba­jo del sue­lo con fre­cuen­cias infra­só­ni­cas. Estos son ejem­plos en los que el espec­ta­dor sabe que de esas boci­nas sale algo, inclu­so cree escu­char algo.

La impo­si­ción físi­ca de estas pie­zas, de estos con­cier­tos, no se ale­ja mucho de la pie­za de Robert Barry. Esta impo­si­ción sub­so­ni­ca no alte­ra más que a la ima­gi­na­ción, for­ma un lugar sagra­do, pie­za que debe de ver otros luga­res como las igle­sias, músi­ca que inter­pre­ta el espa­cio, como los silen­cios en la músi­ca rena­cen­tis­ta en don­de nun­ca se halla un silen­cio abso­lu­to. El can­to reco­rre el recin­to hacién­do­lo sagra­do, sien­do un intér­pre­te, el espa­cio se vuel­ve un even­to más de la composición.

Una par­ti­tu­ra escri­ta en soni­dos sub­só­ni­cos, una par­ti­tu­ra tan­gi­ble, es un escri­to idí­li­co. Músi­ca para los oídos no huma­nos, para unos oídos que leen, para una inte­li­gen­cia que escu­cha los lamen­tos de las fron­te­ras, los soni­dos que están allá, fue­ra de todo alcan­ce; un con­cier­to para otros animales.

Cam­bian­do una fra­se de Stra­vinsky: sim­ple­men­te no oír, no es nin­gún méri­to. Los patos sí oyen.

Qui­zá per­der es ensordecerse.

Asis­ti­mos a la sala con cier­ta expec­ta­ti­va y suce­den las reac­cio­nes. Esta­mos vara­dos en una escu­cha que se reco­rre, esta­mos asu­mien­do una cifra, des­ci­frán­do­la. Bro­mea­mos sobre los lími­tes y nos encon­tra­mos en una gale­ría que nos pre­sen­ta un dis­cur­so. Las cifras cobran sen­ti­do, esta­mos cami­nan­do en este espa­cio en el que se escu­cha la bur­la, el bal­bu­ceo. Inco­mo­da el gol­pe de sen­ti­do común y la nece­dad de que­rer tener lo que nos es impo­si­ble. Final­men­te sólo trans­cu­rri­mos por el espacio.

En esta sala hay músi­ca, una per­tur­ba­ción exac­ta del espa­cio. Nun­ca se encon­tró ten­sión más gran­de, la ten­sión entre lo audi­ble y lo no audi­ble. Robert Barry sim­ple­men­te la insi­núa y su poder se vuel­ve aún más gran­de. La músi­ca de los 20, 000 Hz per­tur­ba un oído que no escu­cha. Por­que esta­mos hablan­do de un señue­lo, del momen­to antes de ser cap­tu­ra­dos en una cár­cel, de lo ya insi­nua­do, de lo gro­tes­co que sería si fue­ran sólo 19, 999 Hz.