…incluso los idiotas lucen respetables en silencio.
—E. Delacroix.
Quiero presentar dos cosas, una obra de Robert Barry y una pregunta, ambas aparentemente sencillas.
«El sonido encarna todos los sueños que tenemos respecto de la música», dice Morton Feldman. Y no pudo más que hablar de esa materia que define el género: «el sonido forma sus propios planos, y de golpe no hay más sonido, no hay más tonos, no hay más sentimientos, ya nada queda más allá del significado de nuestro primer aliento». Ese aliento del que habla, esa génesis suspendida antes de que el sonido empiece, «esta impresión de que es la música la que escribe sobre el género humano, en lugar de ser ella la que está siendo compuesta».
Una gran sala vacía en una galería, una pequeña tarjeta: Robert Barry (20, 000 Hz), no se logra ver nada más que varios pares de altavoces, intuimos la magnitud encerrada en esta cifra.
Los manuales dictan que el rango audible para el humano va de 20 Hz a 20,000 Hz. Este dato nos arroja a la sala vacía con un sonido imperceptible para cualquiera. Una sala que carece de todo zancudo dada su aversión a estas magnitudes sonoras. Podría nombrar varios animales que no soportan esta frecuencia. Pensemos en una cápsula aséptica que solo incluya al más sordo del reino: el humano que pasea por la sala haciendo su constante ruido, ese ruido que encarna los sueños que la música tiene de nosotros. Tenemos dos constantes: los 20, 000 Hz sonando y la promenade ruidosa del humano. La sala de la galería hace majestuosa esta comunicación nunca antes vista.
¿Los 20,000Hz de Robert Barry en una galería son música?
La evidencia para rastrear lo que es y lo que no es nos lleva siempre a un pantano donde ningún acuerdo se antoja permisible. Son conflictos caducos que quizás no tengan mayor interés en esta época en la que el género ya no es materia de debate. Lo evidente no es lo más cercano a un veredicto y lo insospechado es una constante. En estas confrontaciones no hay finales; hay un manojo que es lanzado de un lugar al otro desgastando toda índole. Aún así, llevado por el afán neurótico, he de tratar de defender un punto, menos complejo que el género pero unido a él íntimamente.
Robert Barry trabaja con la nada, trabaja con pedazos de nada para aplicarlos a sitios y técnicas específicas abordando una conversación entre elementos. Uno de ellos, imperceptible, no es observado, no es escuchado, lo evidencía haciéndolo invisible para poner en juego algo más grande: ninguno de los dos espacios existe. Evoca la nada a lo evidente. Sucede lo inverso, pone en falta todo el entorno, el lenguaje. Robert Barry expone una serie de fotos del desierto en donde se expulsa un gas invisible. Las fotografías capturan un paisaje aturdido que empaña su significado, ambos elementos son tangibles, ambos hacen un desierto auténtico. La expresión, lo majestuoso de un paisaje atiborrado de información y de convivencias deviene en un elemento invisible y en la referencia de la nada. Barry trabaja con la nada y hace evidente la falta.
Presiento lo incrédulo en lo cual ha caído esta explicación. Intentar una pregunta de esta categoría se acerca al absurdo. He de decir que la sala que nos compete está plagada de música, está brindando una inmensa referencia. Aquí, el silencio cobra un sentido distinto, digamos, cargado de significado. Es perceptible la coerción del sistema: un llamado a que no se escuche, un verdadero falsete que agrede nuestra condición. No se trata de un concierto, no hay un intérprete. Hay un idea que se ejecuta. Basta decir que en esta exposición «el espacio sería más aterrador si se descubriera que es algo objetivo». No es un concierto, pero válgame el atrevimiento para hacerlo uno: de entrada y salida. No sostengamos una conversación con la 4’33. Aquí, hay algo más sonando. Sonidos que interpretan el espacio, frecuencias más altas en función de la movilidad y localización de los navíos. Aquí, en esta sala, el sonido funciona como tal, asume la sala, la avala siendo sala, el humano la avala siendo oyente, y su oído no alcanza a escuchar el menor rastro.
«La posibilidad de que el sonido no sea nada es propia del sonido».
Cuántas veces hemos creído escuchar algo y cuántas otras hemos completado ese acorde que nos incomoda: el silencio como un presente ausente. Por ejemplo, los sonidos binaurales que consiguen que el escucha, al presenciar dos diferentes frecuencias, encuentre un sonido más, un sonido que «acompleta». ¿El cerebro, la psique, el oído? La costumbre de vivir en un constante completar de sonidos, de frases, de letras, de fantasmas sonoros que se creen escuchar, de enmascaramientos auditivos, de sonidos imperceptibles y cadencias que nunca llegan.
Sucede algo muy parecido en la escucha psicoanalítica, donde gran parte de la búsqueda son guiños del inconsciente. Sin embargo, no hay acceso al mismo. En clínica el psicoanalista nunca sabe. Escucha la falta. En este no saber, en esta escucha, se forma un imaginario lleno de incertidumbres. Pero existe una voz que siempre indaga, habla a partir de ese vacío. Un oído que está destinado a nunca oír, a una imposibilidad de acceso.
En la memoria se encuentran los más remotos sonidos, los sonidos que alguna vez fueron nuestra lengua, los sonidos que nos insertaron en el lenguaje: en los primeros años de vida el mundo exterior y el yo aún no son autónomos, el seno materno es parte del cuerpo del sujeto y no hay separación que conciba al mundo exterior y a su propio cuerpo. Lo mismo pasa con la voz, la voz de la madre, esa voz que nos habla desde el primer momento; más que enseñarnos a hablar, que mostrarnos los sonidos y las palabras, nosotros somos esa voz, nuestra primera voz hablándose a sí misma. Ésta es la manera de convertirse en discurso, que ya es lenguaje propio. Aquella voz es todos los sonidos del mundo.
La música espectralista en muchos casos utiliza los armónicos naturales ya inaudibles, armónicos que superan al oído humano, que los hace irreconocibles. Sin embargo, esos armónicos ahí están, conforman el sonido. Y los compositores los hacen audibles con su música, acentúan aquello que ya no es posible escuchar trayéndolo a nuestro espectro. Es una metáfora teórica, una composición que trabaja con información inaudible: hablando de armonías e inamormonías fantasma, sistematizar las armonías en rastros invisibles, retomando el linaje del sonido.
En este ímpetu de lo inaudible, las alturas arriba de los 20, 000Hz no podrían ser expuestas de otra manera, no tienen ningún efecto físico como lo son las graves, de 60 Hz para abajo. El oído no escucha pero el cuerpo sí siente. Una pieza de Mario de Vega trabaja con estas frecuencias infrasónicas, frecuencias que pueden llegar a ser agresivas, golpes de sonido que no escuchamos. Un concierto de Throbbing Gristle emplea altavoces debajo del suelo con frecuencias infrasónicas. Estos son ejemplos en los que el espectador sabe que de esas bocinas sale algo, incluso cree escuchar algo.
La imposición física de estas piezas, de estos conciertos, no se aleja mucho de la pieza de Robert Barry. Esta imposición subsonica no altera más que a la imaginación, forma un lugar sagrado, pieza que debe de ver otros lugares como las iglesias, música que interpreta el espacio, como los silencios en la música renacentista en donde nunca se halla un silencio absoluto. El canto recorre el recinto haciéndolo sagrado, siendo un intérprete, el espacio se vuelve un evento más de la composición.
Una partitura escrita en sonidos subsónicos, una partitura tangible, es un escrito idílico. Música para los oídos no humanos, para unos oídos que leen, para una inteligencia que escucha los lamentos de las fronteras, los sonidos que están allá, fuera de todo alcance; un concierto para otros animales.
Cambiando una frase de Stravinsky: simplemente no oír, no es ningún mérito. Los patos sí oyen.
Quizá perder es ensordecerse.
Asistimos a la sala con cierta expectativa y suceden las reacciones. Estamos varados en una escucha que se recorre, estamos asumiendo una cifra, descifrándola. Bromeamos sobre los límites y nos encontramos en una galería que nos presenta un discurso. Las cifras cobran sentido, estamos caminando en este espacio en el que se escucha la burla, el balbuceo. Incomoda el golpe de sentido común y la necedad de querer tener lo que nos es imposible. Finalmente sólo transcurrimos por el espacio.
En esta sala hay música, una perturbación exacta del espacio. Nunca se encontró tensión más grande, la tensión entre lo audible y lo no audible. Robert Barry simplemente la insinúa y su poder se vuelve aún más grande. La música de los 20, 000 Hz perturba un oído que no escucha. Porque estamos hablando de un señuelo, del momento antes de ser capturados en una cárcel, de lo ya insinuado, de lo grotesco que sería si fueran sólo 19, 999 Hz.