Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Grabar

© Pent­ti Sam­ma­llathi, Lago Inawa­shi­ro, Japón, 2005
Traducción: Carlos Ortega

Cuan­do cum­plí tre­ce años, en noviem­bre de 1966, mis padres me die­ron un rega­lo ins­pi­ra­dor y sor­pre­si­vo: una gra­ba­do­ra Natio­nal, la máqui­na por­tá­til de doble carre­te que fun­cio­na­ba con bate­rías y gra­ba­ba en una cin­ta mag­né­ti­ca de 6.35 mm. Esta gra­ba­do­ra aún guar­da un lugar en las repi­sas de mi estu­dio como un recor­da­to­rio de la mane­ra en que me trans­por­ta­ba hacia otros mun­dos. Comen­cé a expe­ri­men­tar gra­ban­do soni­dos alre­de­dor de la casa: pisa­das, con­ver­sa­cio­nes trun­cas, bisa­gras chi­rrian­tes, pes­ti­llos rui­do­sos, el refri­ge­ra­dor, la pre­pa­ra­ción de comi­da, la tele­vi­sión y trans­mi­sio­nes de radio a tra­vés de boci­nas y los chi­rri­dos del peri­qui­to de mi madre.

Comen­cé a escu­char. Al pres­tar­le aten­ción a soni­dos coti­dia­nos y a la acús­ti­ca de mi ambien­te domés­ti­co, lo fami­liar se con­vir­tió en algo fas­ci­nan­te y cau­ti­va­dor. Mi gra­ba­do­ra fue la pie­za cla­ve para hallar un nue­vo espa­cio, me moti­va­ba a expe­ri­men­tar y explo­rar. Ubi­ca­ba soni­dos en la casa y lue­go los regis­tra­ba. Lo que me pare­cía des­ta­ca­ble y emo­cio­nan­te era la expe­rien­cia de poder repro­du­cir: escu­cha­ba aten­ta­men­te, vien­do los carre­tes girar y enfo­cán­do­me en lo que la boci­na reve­la­ba. El soni­do gra­ba­do adqui­ría una inten­si­dad y un pro­pó­si­to par­ti­cu­lar, se reve­la­ban deta­lles pre­via­men­te inau­di­bles y emer­gían carac­te­rís­ti­cas que daban rien­da suel­ta a mi ima­gi­na­ción, sugi­rien­do narra­ti­vas oní­ri­cas y extrañas.

En mi casa, en Shef­field, tenía­mos una mesi­ta de jar­dín para poner comi­da a los pája­ros, que esta­ba enmar­ca­da por una ven­ta­na cua­dra­da des­de el inte­rior de la coci­na. Des­de ahí podía mirar a los pája­ros sin escu­char­los. Era como ver cine mudo, y me pre­gun­ta­ba cómo sona­ba aque­lla ima­gen. Podía usar mi gra­ba­do­ra de cin­ta en el exte­rior con un micró­fono remo­to que se ope­ra­ba con un cable de 60 cm. Lle­vé todo hacia la mesi­ta, puse el micró­fono cer­ca del lugar don­de comían los pája­ros, lo rodeé de miga­jas y fijé la gra­ba­do­ra deba­jo de la mesi­ta. Cuan­do comen­zó la gra­ba­ción, regre­sé a la coci­na, espe­ran­do que algu­nas aves lle­ga­ran antes de que la cin­ta se ter­mi­na­ra. Algu­nos minu­tos des­pués, lle­ga­ron algu­nos estor­ni­nos y gorrio­nes, y comen­za­ron a pico­tear jun­to a mi micró­fono. Mis expec­ta­ti­vas y mi emo­ción cre­cie­ron cuan­do comen­za­ron a girar los carre­tes de la cin­ta. Lue­go de apro­xi­ma­da­men­te diez minu­tos, la cin­ta ter­mi­nó, salí a ahu­yen­tar a los pája­ros para reco­ger la gra­ba­do­ra y lle­var­la a la coci­na. Me gus­ta recor­dar el momen­to cuan­do escu­ché la gra­ba­ción y fui trans­por­ta­do a otro espa­cio don­de no podría haber esta­do, pues mi pre­sen­cia hubie­ra aler­ta­do a los pája­ros, que no se habrían acer­ca­do. Los deta­lles de sus lla­ma­dos y el revo­lo­teo mecá­ni­co de sus alas reve­la­ron un com­ple­jo colla­ge sin­fó­ni­co con­te­ni­do en esca­sos cen­tí­me­tros cuadrados.

Lue­go de pasar muchas horas gra­ban­do y docu­men­tan­do soni­dos inte­rio­res y exte­rio­res, comen­cé a dar­me cuen­ta del poten­cial crea­ti­vo de un equi­po como el mío. Y, jun­to al micró­fono, se con­vir­tió en mi ins­tru­men­to pre­di­lec­to. Mi inte­rés en la músi­ca se desa­rro­lló a par­tir de mis expe­rien­cias de gra­ba­ción y al ini­cio de la déca­da de los seten­ta des­cu­brí el tra­ba­jo de Pie­rre Schaef­fer y Pie­rre Henry a tra­vés de BBC Radio 1. Escu­char pie­zas de musi­que con­crè­te, como Étu­de aux che­mins de fer, fue toda una reve­la­ción y los aspec­tos com­po­si­ti­vos de la ubi­ca­ción del soni­do lla­ma­ron mi atención.

En tér­mi­nos prác­ti­cos, otra de mis guías para inte­re­sar­me fue un libro peque­ño, Com­po­sing With Tape Recor­ders, de Teren­ce Dwyer, publi­ca­do en 1971. Sub­se­cuen­te­men­te, emplean­do nava­jas para rasu­rar de una sola hoja y un blo­que Edi­tall, comen­cé a cor­tar y pegar mis cin­tas, escul­pien­do frag­men­tos, cam­bian­do tem­pos, tras­to­can­do y des­or­de­nan­do mis gra­ba­cio­nes ori­gi­na­les. Estas accio­nes crea­ban una cone­xión ínti­ma y tan­gi­ble para mis pis­tas y guia­ron mi enten­di­mien­to sobre cómo empe­zar a apre­ciar estos soni­dos en tér­mi­nos musicales.

Ten­go un inte­rés por la vida sil­ves­tre y el poder lle­var equi­po de gra­ba­ción más sofis­ti­ca­do a cam­po me ha per­mi­ti­do sin­to­ni­zar los soni­dos y rit­mos del mun­do natu­ral en alta reso­lu­ción y escu­char lo que, ima­gino, han escu­cha­do los pue­blos por miles de años. Creo que toda nues­tra músi­ca de tan­tas cul­tu­ras dis­tin­tas en todo el mun­do ha evo­lu­cio­na­do tras escu­char los soni­dos de la vida sil­ves­tre, el pai­sa­je y los elementos.

Gra­ba­cio­nes exi­to­sas de pája­ros y otros ani­ma­les pue­den reque­rir lar­gos perio­dos en cam­po, jun­to con un cono­ci­mien­to amplio del tema ele­gi­do, la ubi­ca­ción, y un enten­di­mien­to sobre cómo colo­car el equi­po de gra­ba­ción. A estos ele­men­tos se les pue­de lla­mar cono­ci­mien­to de cam­po; even­tual­men­te pue­den limi­tar­se sim­ple­men­te a escu­char, escu­char al suje­to de estu­dio y estar en sin­to­nía con el ambien­te. Prin­ci­pal­men­te escu­cho a tra­vés de mis micró­fo­nos, y su colo­ca­ción es para mí la una de las prin­ci­pa­les par­tes de una com­po­si­ción, la prin­ci­pal. Aco­mo­do los micró­fo­nos y uso mis audí­fo­nos como un moni­tor acús­ti­co. Si la pers­pec­ti­va o la acús­ti­ca no fun­cio­nan, tomo la deci­sión sub­je­ti­va de mover los micró­fo­nos, como si se tra­ta­ra de encua­drar una ima­gen. De esta for­ma pue­do esta­ble­cer una cone­xión emo­cio­nal y per­so­nal con la gra­ba­ción. Esto es algo que deseo trans­mi­tir­le a la audiencia.

Exis­te una narra­ti­va en bue­na par­te de mi tra­ba­jo, y habien­do tra­ba­ja­do para cine, tele­vi­sión y pro­gra­mas de radio, pien­so que mis pie­zas poseen una línea tem­po­ral que pue­de ser lineal o a veces cir­cu­lar, de momen­tos expan­di­dos a ciclos per­so­na­les o mile­nios com­pri­mi­dos. Pasar tiem­po escu­chan­do en un entorno en par­ti­cu­lar hace que la acús­ti­ca, el rit­mo y los tim­bres se vuel­van apa­ren­tes y me ayu­da a esta­ble­cer inte­gri­dad con mi tra­ba­jo y conec­tar con un sen­ti­do o espí­ri­tu del lugar. Al prin­ci­pio de los noven­ta pasé tiem­po gra­ban­do en Masai Mara, Ken­ya, los High­lands esco­ce­ses e Islan­dia. Se vol­vió apa­ren­te que el rit­mo y el soni­do de estos luga­res era influen­cia­do por sus res­pec­ti­vas lati­tu­des. Vir­tual­men­te ubi­ca­da en la línea ecua­to­rial, un día en Masai Mara tie­ne apro­xi­ma­da­men­te doce horas de luz solar, segui­das por el perio­do res­tan­te de oscu­ri­dad. El ama­ne­cer indi­ca un bre­ve coro segui­do por patro­nes en el cli­ma, que tien­de a con­tro­lar el com­por­ta­mien­to de ani­ma­les, que a su vez res­pon­den a perio­dos de calor y tre­men­das tor­men­tas a la mitad del día. Mien­tras la llu­via y los true­nos des­apa­re­cen, una quie­tud regre­sa a la saba­na al atar­de­cer que a su vez esti­mu­la una vís­pe­ra de pája­ros, segui­da por la pre­sen­cia de depre­da­do­res noc­tur­nos como leo­par­dos, leo­nes y hie­nas que se comu­ni­can vocal­men­te y en armo­nía con las can­cio­nes de un impe­rio alie­ní­ge­na de insectos.

Lue­go de varios via­jes a tra­vés de años a Áfri­ca, Esco­cia e Islan­dia, deci­dí crear tres com­po­si­cio­nes para repre­sen­tar los cam­bios en esca­las de tiem­po que cada lati­tud posee, jun­to con el pul­so par­ti­cu­lar de cada pai­sa­je. Las com­po­si­cio­nes para cada pie­za fue­ron desa­rro­lla­das con los rit­mos de los ciclos dia­rios y los cam­bios de tex­tu­ras a lar­go pla­zo. El album Weather Report inclu­ye tres can­cio­nes de die­cio­cho minu­tos: Ol-Oloo­l‑O, un perio­do inten­so y vis­ce­ral de doce horas en Masai Mara; The Lapaich, que fue gra­ba­da duran­te cua­tro meses repre­sen­tan­do los cam­bios de tem­po­ra­da de sep­tiem­bre a diciem­bre en los High­lands; y Vat­na­jö­kull, que seguía el via­je de diez mil años de una for­ma­ción de hie­lo incrus­ta­da en los gla­cia­res islan­de­ses y su flu­jo per­ma­nen­te hacia el mar de Noruega.

Recien­te­men­te mi aten­ción ha vira­do hacia las can­cio­nes y los rit­mos del océano. Apro­xi­ma­da­men­te seten­ta por cien­to del pla­ne­ta está ocu­pa­do por mares y océa­nos y esto repre­sen­ta no sólo el hábi­tat más gran­de del pla­ne­ta, sino el de mayor rique­za sono­ra. El soni­do via­ja casi cin­co veces más rápi­do a tra­vés del agua que en el aire, y todos los ani­ma­les del océano viven en un mun­do de soni­do y vibra­cio­nes. A menu­do se alu­de a la músi­ca del océano, el pro­fun­do pul­so del olea­je, y las obse­sio­nan­tes can­cio­nes de las focas. En la línea de com­po­si­to­res como Debussy, Brit­ten y Men­dels­sohn, dis­fru­to explo­rar los soni­dos del océano y gra­bar su mul­ti­tud de voces con micró­fo­nos sub­acuá­ti­cos. A tra­vés de las pro­fun­di­da­des, he logra­do escu­char sin­fo­nías sin des­cu­brir y armo­nías deba­jo de las olas, des­de las micro­to­na­li­da­des con­te­ni­das en pozas natu­ra­les habi­ta­das por la marea has­ta las can­cio­nes del ani­mal más gran­de y rui­do­so que exis­te, la balle­na azul.