Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Síndrome de oído irritable

Ex voto de Cutius Gallus a Ascle­pio, Epi­dau­ris, Museo de la Civilización Romana

En el impe­rio sono­ro nun­ca se pone el sol. Su terri­to­rio empie­za en el umbral en el que abri­mos los ojos —esos dos, tres minu­tos que pare­cen fue­ra del tiem­po— y no da tre­gua has­ta entra­da la noche cuan­do, con tan­ti­ta suer­te, todo se calla y pode­mos dor­mir un par de horas de corri­do. O qui­zá sea más pre­ci­so exten­der la metá­fo­ra: empie­za cuan­do sali­mos expul­sa­dos del vien­tre materno y ter­mi­na en el momen­to en que cerra­mos los ojos para entrar a nues­tra últi­ma oscuridad.

Así de vas­to es.

Pero aun­que la lla­nu­ra pare­ce infi­ni­ta (más en este mar­zo en el que lle­va­mos des­de el año pasa­do), la atra­ve­sa­mos tan fugaz­men­te que a veces tene­mos la sen­sa­ción de que se tra­ta de una habi­ta­ción minús­cu­la en la que los momen­tos de silen­cio —rela­ti­vo, por supues­to; el silen­cio abso­lu­to, según entien­do, nos enlo­que­ce­ría— son esca­sos como el últi­mo rayi­to de sol que entra por la ven­ta­na. El res­to del día el mun­do es escan­da­lo­so: una orques­ta de moto­res, perros que ladran, mar­ti­lla­zos, algo de fie­rro vie­jo que venda.

Per­mí­tan­me tra­tar de refor­mu­lar­lo: detes­to esa músi­ca de fon­do. Per­dón. De veras lo sien­to. Sé que la pre­sen­te decla­ra­ción me ubi­ca en el club de los cho­can­tes, entre las filas de agua­fies­tas que se que­jan de la fies­ta en el chat veci­nal y callan al pró­ji­mo en el tea­tro. Qui­sie­ra poder zafar­me y decir que la edad me ha vuel­to into­le­ran­te, pero la ver­dad es que he sido así des­de niña. Debe ser una cosa here­di­ta­ria: mi madre le pedía a los mese­ros que le baja­ran a la músi­ca en los res­tau­ran­tes y mi padre solía salir­se del cine cuan­do el volu­men esta­ba dema­sia­do alto. Y como tam­bién se here­da en hori­zon­tal, igual que esos árbo­les que se comu­ni­can a tra­vés de una red sub­te­rrá­nea de mico­rri­zas, algún efec­to ha teni­do en mí vivir duran­te años con un músi­co de oído muy deli­ca­do, por así decir­lo, aun­que no sé si deli­ca­do sea el adje­ti­vo ade­cua­do para des­cri­bir­lo. (Les pon­go un ejem­plo para ilus­trar su caso: si alguien des­afi­na al can­tar, se vuel­ve loco. Otro: si un heli­cóp­te­ro se que­da dema­sia­do tiem­po sobre­vo­lan­do el depar­ta­men­to, se vuel­ve loco. Segu­ra­men­te no hace fal­ta, pero va un últi­mo: cuan­do nues­tra bebé llo­ra mucho, lo cual ocu­rre más o menos dos veces al día, él se pone tapo­nes o se vuel­ve loco. Creo que con eso que­da cla­ro.) Por si esto fue­ra poco, la dicho­sa bebé tie­ne el sue­ño lige­ro y debe dor­mir dos sies­tas al día. Cuan­do eso pasa, cui­dar su sue­ño se con­vier­te en una tarea sagra­da, pues de esas sies­tas depen­de su humor, y por exten­sión, el mío. Sería capaz de defen­der­las con mi vida).

Pero haga­mos un alto, que no se tra­ta de incri­mi­nar al pró­ji­mo. La cul­pa­ble soy yo. Mea cul­pa: sé que parez­co una nerd, y muy pro­ba­ble­men­te lo sea, pero detrás de esta pin­ta la ver­dad es que mi capa­ci­dad de con­cen­tra­ción es esca­sa. Escu­char algo me requie­re tan­ta aten­ción que no pue­do, al mis­mo tiem­po, hacer nin­gu­na otra cosa. ¿Quién sería capaz de pen­sar en algo con Celi­ne Dion can­tan­do My Heart Will Go On a todo pul­món? ¿Con Sha­ki­ra enu­me­ran­do los luga­res don­de ha bus­ca­do a su ama­do (en el arma­rio, en el abe­ce­da­rio, deba­jo del carro, en el negro, en el blan­co, en los libros de his­to­ria, en las revis­tas, en la radio)? ¿Con Malu­ma baby y Marc Anthony sugi­rien­do que don­de caben dos, caben cuatro?

La músi­ca de fon­do no me deja escri­bir, no me deja pla­ti­car, no me deja ni escu­char mis pro­pios pen­sa­mien­tos (lo cual en oca­sio­nes se agra­de­ce, pero esa es otra his­to­ria). Y aho­ra que la casa se ha vuel­to el espa­cio úni­co y hemos teni­do que acos­tum­brar­nos a mover­nos —ir a la ofi­ci­na, ver a los ami­gos, ir a un con­cier­to— sin salir de sus cua­tro pare­des, la músi­ca de fon­do es tam­bién la músi­ca de mi casa, la del tim­bre y la perra, la de los tras­tes sucios y la bom­ba de agua, esa mal­di­ta capri­cho­sa. La cama des­ten­di­da hace rui­do, la cafe­te­ra bufa mien­tras espe­ra su turno, los cepi­llos de dien­tes pla­ti­can a gri­tos con la escoba.

Enton­ces me qui­to la pija­ma, le pon­go la correa a Ron­cha y sali­mos: si la terra­za del café está abier­ta, lle­vo mi compu­tado­ra y pido un ame­ri­cano. Si está todo cerra­do, com­pro uno para lle­var y me sien­to a leer en el par­que, en la ban­ca que que­de más lejos de la sin­fo­nía de la jau­la de los perros y Ron­cha tam­bién agra­de­ce esa dis­tan­cia, les digo que lo que me pasa es contagioso.

Esqui­vo a los niños (inclu­so a la niña pro­pia, si es posi­ble) y a la seño­ra platicadora.

No levan­to la mirada.

No aflo­jo el paso.

Cru­zo los dedos y espe­ro no encon­trar­me a nadie.

A veces lo logro y enton­ces escri­bo unos cuan­tos párra­fos —pala­bras sin dema­sia­da impor­tan­cia, yo lo sé, pero algo es algo— y enton­ces camino de regre­so a casa más o menos feliz, más o menos satis­fe­cha, más o menos dis­pues­ta a son­reír­le al pró­ji­mo. Entre obi­tua­rios, ambu­lan­cias y tan­ques de oxí­geno, el reto está en eso: poner un buen día detrás de otro has­ta cons­truir­nos una vida vivi­ble. Y hablan­do de vida vivi­ble, estoy pen­san­do en man­dar a hacer una letre­ro que diga SILEN­CIO, BEBÉ DUR­MIEN­DO y col­gar­lo en la puer­ta de la entra­da. (Si pasan por aquí, por favor no toquen el timbre.)