Plataforma dedicada al sonido y las experiencias de escucha.

Maxell UDXLI 90

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Pro­ba­ble­men­te un domin­go —abu­rri­dos en casa, pero aún asi­mi­lan­do la nove­dad del ter­cer miem­bro de la fami­lia—, mi mamá y Enri­que, el papá de mis her­ma­nas —que enton­ces ten­drían vein­ti­cin­co años— deci­die­ron regis­trar las pri­me­ras pala­bras de la bebé. Aún me sor­pren­de que así de jóve­nes, atur­di­dos y fas­ci­na­dos por la cria­tu­ra que de pron­to habi­ta­ba todas sus horas, hayan dado con el for­ma­to ideal para con­ser­var esa voz fini­ta, inse­gu­ra y entrecortada.

—Pau­la, decí papá.

—…

—Decí papá, Paula.

—…

—Pau­la, decí puta.

—Pt… a

La caji­ta de plás­ti­co negra que yo colo­ca­ba sin pres­tar mucha aten­ción en el modu­lar de la sala repro­du­cía, por órde­nes del botón del trian­gu­li­to ver­de, un diá­lo­go entre Enri­que y Pau­la que inva­ria­ble­men­te me hacía esta­llar en car­ca­ja­das. El ini­cio del lado A de ese cas­set­te —sólo uno de los lados esta­ba gra­ba­do— era para mí la revo­ca­ción de dos de las nor­mas esen­cia­les que enton­ces regían mi vida: «Pau­la es la her­ma­na mayor» y «No se dicen gro­se­rías». El res­to era un lar­go mero­deo por la inti­mi­dad de esos tres per­so­na­jes que, reu­ni­dos alre­de­dor de la gra­ba­do­ra, se des­en­vol­vían cada vez pres­tan­do menos aten­ción a la cin­ta que gira­ba y gira­ba impri­mien­do, en cada ciclo, las hue­llas de sus pala­bras, de sus gru­ñi­dos, risas y llan­tos. Cuan­do la cin­ta que­da­ba en ten­sión al dar la últi­ma vuel­ta, los boto­nes sal­ta­ban. La gra­ba­ción ter­mi­na­ba abrup­ta­men­te en medio del llan­to de Pau­la, Enri­que con­sul­tan­do por la for­ma correc­ta de lle­nar la bañe­ra y mi mamá a media estro­fa: «… por un cami­ni­to de ase­rrín va el tranví…».

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Cin­co meses des­pués de aquel domin­go, nació mi otra her­ma­na. Cla­ro que en la cin­ta no se podía escu­char la pan­za de mi mamá, pero una vez que cono­cí ese dato —o más bien, cuan­do enten­dí lo que ese dato sig­ni­fi­ca­ba—, ya no pude igno­rar la idea de que Lore­na tam­bién esta­ba ahí aquel domin­go cer­ca de la gra­ba­do­ra y que la úni­ca ausen­te, por tan­to, era yo. De hecho, tuvie­ron que pasar ocho años para que yo apa­re­cie­ra en la ecua­ción que ya nadie grabó.

Hay muy pocas foto­gra­fías en mi fami­lia y de las fotos que se con­ser­van, la mitad tie­ne las cabe­zas cor­ta­das, otras están a con­tra­luz o sobre­ex­pues­tas. Ni hablar de videos: era impen­sa­ble com­prar uno de esos apa­ra­tos. Es más, si supon­go que el día que crea­ron la cin­ta era domin­go y que mi mamá y Enri­que esta­ban abu­rri­dos es por­que se requie­re cier­to tiem­po de ocio para tener ocu­rren­cias fue­ra de los lími­tes de lo coti­diano y esa cin­ta era una rare­za. Es decir que, en com­pa­ra­ción con el cal­co apro­xi­ma­do y más bien defor­me que las fotos sig­ni­fi­ca­ban para mí, la caji­ta plás­ti­ca que con­te­nía la gra­ba­ción de esa tar­de se me figu­ra­ba como un peda­zo mis­mo de la fami­lia. Éste, al embo­nar en los dos pezon­ci­tos del repro­duc­tor de soni­do, reto­ma­ba su sitio en el com­ple­jo con­ti­nuum que for­má­ba­mos —según yo— todas noso­tras. De modo que des­cu­brir que yo no par­ti­ci­pa­ba en esa suer­te de extre­mi­dad fami­liar fue hacien­do mis sesio­nes de escu­cha más aten­tas y angus­tio­sas. El diá­lo­go ini­cial seguía hacién­do­me reír his­té­ri­ca­men­te —las gro­se­rías duran­te muchos años tuvie­ron ese efec­to en mí— pero, a medi­da que trans­cu­rrían los cua­ren­ta y cin­co minu­tos que dura­ba la gra­ba­ción, me iba entris­te­cien­do la sos­pe­cha de que otra vez me deja­rían fue­ra; la espe­ran­za de que eso cam­bia­ra tam­bién se des­va­ne­ció gradualmente.

Stop

Al morir Enri­que, Lore­na bus­có el cas­set­te por todas par­tes con la ilu­sión de vol­ver a escu­char la voz de su papá. Cuan­do lo encon­tró, su decep­ción fue tan gran­de que comen­zó a llo­rar baji­to y con la bar­bi­lla cla­va­da al cue­llo. «Tal vez lo escu­cha­mos tan­to que se can­só de repe­tir siem­pre lo mis­mo —la con­so­lé— o nos aca­ba­mos el soni­do a oídas». Vol­teó los ojos para repro­bar mi chis­te, pero son­rió un poco para hacer­me saber que agra­de­cía el esfuer­zo. La abra­cé, paré la cin­ta y me la metí en un bol­si­llo del saco.

Rew

Esa mis­ma noche, al lle­gar a mi casa, conec­té el vie­jo modu­lar y colo­qué el cas­set­te. Por un momen­to, lue­go de varios minu­tos en que no se escu­cha­ba ni un solo soni­do, dudé de mi memo­ria y con­si­de­ré la posi­bi­li­dad de que me hubie­ra inven­ta­do ese recuer­do, pero dejé correr la cin­ta por si aca­so. Cuan­do más de la mitad de la ban­da mag­né­ti­ca estu­vo enro­lla­da en uno sólo de los peque­ños carre­tes gira­to­rios, de pron­to se escu­chó un soni­do indis­tin­gui­ble a la dis­tan­cia y en segui­da mi voz fuer­te y cla­ra, aun­que toda­vía muy agu­da, reac­cio­nan­do agi­ta­da: «¡Voy!». Unos pasos cor­ti­tos y ace­le­ra­dos se oye­ron cada vez más bajo segui­dos de un gol­pe rotun­do, pro­ba­ble­men­te la puer­ta de la habi­ta­ción don­de, escon­di­da bajo la cama, había que­ri­do borrar mi ausen­cia y me que­dé a solas.